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Paul Thomas Anderson: Phantom Thread (2017)

En el que nunca nos maldecirán

— Ho pensato di fabbricarmi da me un bel burattino di legno: ma un burattino maraviglioso, che sappia ballare, tirare di scherma e fare i salti mortali. Con questo burattino voglio girare il mondo, per buscarmi un tozzo di pane e un bicchier di vino: che ve ne pare?

Carlo Collodi (1983), La storia de un burattino. Pescia, Italia: Fondazione Nazionale Carlo Collodi.

El fragmento anterior hace parte de una de las fábulas más conocidas universalmente. En ella el maestro Ciliegia, un carpintero, encuentra un leño parlante que decide cederle a su temperamental amigo Polendina, también conocido como Geppetto. Con este tronco esculpe una marioneta a la cual le concederá el nombre de Pinocchio. Este homúnculo, para diversión de sus lectores, se enfrentará a diversas situaciones en las que debe demostrar si es un niño de verdad o simplemente una cabeza maciza de madera. Al final, como bien se sabe, una toma de postura de arrepentimiento le permite reivindicar sus travesuras y, por obra y gracia del Hada del cabello azur, su humanidad se materializa.

Al parecer la obra de Collodi es la historia secular más leída de la historia. Si esa afirmación es acertada o no, la nariz que no cesa de crecer, los consejos del Grillo Parlante y los desencuentros con el Zorro, el Gato y el terrible Tiburón son ejemplos universales para la formación moral de los niños. Además, la cultura popular se ha interesado en esta Bildungsroman por más de cien años e innumerables artistas la han recreado, unos de maneras más memorables que otras.

Ahora bien, el cine de esta década posiblemente será recordado como el del boom de las live-action. Recientemente el mercado se ha adaptado (por no decir “impuesto”) a las demandas de consumo millennials y las productoras ahora exprimen algunas gloriosas gallinas de huevos de oro tanto de su pertenencia como de la cultura popular. Si se dejan de lado los filmes de superhéroes, la taquilla global ha sido absorbida mayoritariamente por readaptaciones de ya exitosas películas infantiles bajo ópticas góticas/feministas/colonialistas. Aunque el pasado cuenta con sustanciales ejemplos de este tipo de reescrituras, este fenómeno nunca antes había infectado los teatros de manera tan amplia.

Éxitos recientes como Alice in Wonderland (2010), Maleficent (2014), Cinderella (2015), The Jungle Book (2016) y Beauty and the Beast (2017) y producciones venideras tales como Dumbo y The Lion King (2019), entre otras, confirman esta tendencia. El poder de influencia de Disney es, sin duda alguna, arrasador. Warner Bros., por supuesto, ha intentado absorber una parte de este exitoso patrón: filmes tales como Red Riding Hood (2011) y The Legend of Tarzan (2016) dan cuenta de su apropiación de ese modelo de negocios. Es por eso que durante años llevan fantaseando, al igual que la roedora corporación, en llevar a la pantalla grande una vez más la atemporalidad de las enseñanzas de Pinocho y compañía.

A principios de 2012 el estudio de Animaniacs anunció que adelantaba negociaciones con Tim Burton, Robert Downey Jr. y Bryan Fuller para perpetrar una extravagante reinterpretación de la fábula decimonónica. Aunque a los pocos meses esta cofradía se desbandó (Fuller prefirió responsabilizarse del piloto de Hannibal y Burton migró en dirección de Big Eyes y eventualmente hacia Miss Peregrine’s Home for Peculiar Children), el estudio se rehusó a desechar esta prometedora iniciativa. Además, al estar al tanto de la posible competitividad con otras versiones de Pinocchio[1], Warner no deseaba quedarse atrás y contrató a un guionista tras otro (Jane Goldman y Michael Mitnick, respectivamente) para mantener en vilo el proyecto; ninguno de sus esbozos, empero, prosperaron. Por esas razones, y al ver cómo su archirrival firmaba a reconocidos personajes de las altas esferas de Hollywood para sus producciones paralelas, Warner anunció en julio de 2015 el fichaje de un virtuoso titiritero para dominar esa colosal marioneta: Paul Thomas Anderson.

Los primeros reporteros no salían del asombro, pues pocos meses atrás Anderson había finalizado la gira promocional de Inherent Vice (y la secreta filmación de Junun) y ya estaba de nuevo en los tabloides cinéfilos. Además, no era el tipo de proyecto con el que se le pudiera asociar: nunca antes había realizado un filme remotamente dirigido al público infantil, ni siquiera al día de hoy. Para los escépticos, se sabe que él y Downey Jr. -el único sobreviviente de la triada original- son amigos cercanos[2] que durante años han intentado trabajar juntos y la obra de Collodi parecía ser una excusa apropiada. Un poco más adelante se precisó que para esa ocasión sólo había sido abordado para trabajar de guionista, no de director (Warner todavía mantenía la esperanza de que Burton retomara el proyecto).

No se sabe con certeza durante cuánto tiempo estuvo adscrito a Pinocchio, ni siquiera si fue una broma o no[3]. Lo que es un hecho es que estas declaraciones encubrieron sus otros proyectos: la producción de varios videos para los más recientes álbumes de Joanna Newsom y Radiohead (entre los cuales se encuentra el impecable “Daydreaming”) y el estreno de Junun. En ese sentido, el director siguió activo mientras que sus fanáticos seguían a la expectativa de ver la evolución de su Pinocchio. La noticias llegaron casi un año después, en junio de 2016. Sin embargo, no era el anuncio que se esperaba.

El magazín Variety dio a conocer la siguiente primicia: Anderson y Daniel Day-Lewis, la dupla artística inmortalizada por su trabajo en There Will Be Blood, planeaban un filme original. Esto llamó la atención por parte y parte: Day-Lewis reapareció (había mantenido un perfil bajo desde su Óscar por Lincoln en 2013) y Anderson despejaba las incógnitas relacionadas con su participación en la adaptación de la novela de Collodi, pues escribiría y dirigiría este nuevo proyecto. Adicionalmente la sinopsis preliminar del filme en cuestión era intrigante: una historia alrededor del mundo de la moda en la Nueva York de los años cincuenta. Más adelante se sabría díscolamente que esta idea surgió de un inocente comentario del compositor Jonny Greenwood, quien en un evento promocional de Inherent Vice le dijo a Anderson en tono burlesco que se parecía a Beau Brummell, el diseñador más icónico de la corte inglesa durante la primera mitad del siglo XIX.

Así no fuera mucha información, las expectativas se acrecentaron notablemente, pues la nueva colaboración de estos dos titanes auguraba el posible advenimiento de una nueva obra maestra. Unos meses más adelante -después de hacer otros videos para Radiohead y contribuir con un cameo en la serie Documentary Now! (el mockumentary de Fred Armisen, amigo de la familia vía Maya Rudolph)- Anderson estaba listo para comenzar su incursión en la haute couture, tanto en la investigación de la vida de figuras emblemáticas (Cristóbal Balenciaga y Charles James, principalmente) como en la escritura del guion. Además, de acuerdo con los conocidos parámetros de actuación metódica de Day-Lewis, éste se ejercitó en el arte de la confección, incluso al punto de crear una réplica exacta de una prenda de Balenciaga.

Las filmaciones comenzaron formalmente en enero de 2017 en Inglaterra, después de que Annapurna Pictures, Ghoulardi Films y Focus Features acordaran encargarse de la financiación y distribución del mismo. Para entonces se habían filtrado las primeras imágenes, una de ellas revelando el título del filme: Phantom Thread. También se confirmó que Lesley Manville (la musa de Mike Leigh) y Vicky Krieps (una prolífica pero poco conocida actriz) participarían en él. Esto corroboraría el notable cambio de dirección del proyecto, pues Anderson se enfocaría en una ambientación netamente europea, todo lo contrario a la California (y Nevada) que sitúa en sus filmes previos. Su música, además, sería orquestada de nuevo por el británico Greenwood, esta vez con unas composiciones de corte más clásico que sólo una figura de su talante podría concebir. Al igual que en los tres filmes previos de Anderson, el arreglista de Radiohead contaba con vía libre para producir armonías que recrearan las temáticas de la historia sin perder su marca personal sonora. El resultado, sin duda alguna, es descrestante.

Fuera de Anderson, hubo otro artista no-europeo de peso que se adhirió al proyecto: Mark Bridges. Para quienes no lo conocen, es un galardonado diseñador de vestuarios que ha creado icónicos disfraces para Barton Fink, Natural Born Killers, The Artist (por el cual le concedieron un Óscar) y The Fighter. Además, ha sido de los pocos individuos que han trabajado en todos los filmes de Anderson, incluso en Hard Eight. Si hay alguien a quién agradecerle por la visualización del libertinaje en patines de Dirk Diggler, Rollergirl y Amber Waves, de la rudeza prospectora de Daniel Plainview y de la candidez pasivoagresiva de Lancaster Dodd, Bridges merece todos estos elogios. Phantom Thread implicaría un reto mucho mayor para él, pues su trama se desprendería directamente de sus diseños.

Con el paso de los días el equipo técnico se percató de que Anderson también se había encargado (discretamente) de la dirección de fotografía del filme, descartando la participación de Robert Elswit, su colega recurrente que para entonces no estaba disponible. Con esa novedad, las grabaciones -más allá de la filtración de imágenes y la interrupción de londinenses curiosos en las locaciones- no tuvieron contratiempos y finalizaron en abril. Incluso Anderson tuvo tiempo para filmar paralelamente varios videos de la banda HAIM (incluyendo el mini-documental Valentine) mientras coordinaba la posproducción de Phantom Thread. De esa forma se acordó que ésta estuviera lista para ser lanzada en Navidad de ese mismo año.

El siguiente reporte agitó el creciente interés por el filme: en junio Day-Lewis anunció públicamente que después de Phantom Thread se retiraría de la actuación. Unas fuentes cercanas aseguraron que el filme lo impulsó a seguir descubriendo las maravillas de la alta costura y deseaba dedicarse a eso por el resto de sus días; otras, incluso Day-Lewis mismo, temían que la personificación lo había deprimido tanto que prefería no aparecer en pantalla de nuevo. Sea cual sea el devenir del actor, este anuncio advertía la vertiginosidad próxima a estrenarse. Nadie sospechaba que el rol de Vicky Krieps sería el responsable de ese padecimiento. Nadie sospechaba (ni sospecha, creo) el impacto que la historia de Pinocho tuvo en la sensibilidad de Anderson y, por consiguiente, de Day-Lewis y compañía.

Phantom Thread, situada en Londres a finales de la década de los cincuenta, es narrada desde el punto de vista de Alma Elson (Krieps), la única amante del modista Reynolds Woodcock (Day-Lewis) que ha logrado contrarrestar su temperamento y método de trabajo. Ella, una torpe y tímida camarera, conoció por accidente al inigualable diseñador en el restaurante en el cual atendía. El costurero a su vez fue impactado a primera vista por el físico de Alma; eventualmente corrobora sus sospechas y comprueba que ella cuenta con las medidas áureas para portar las más excelsos vestimentas. Su admiración mutua lleva a Reynolds a ofrecerle una posición irrechazable en su casa de modas: la exclusiva House of Woodcock.

Por el lado de Reynolds se sabe que sus creaciones son apetecidas por todas las esferas sociales europeas. Su elegante técnica es alabada por princesas y plebeyas, quienes añoran ser las mujeres del diseñador para que éste las cubra perpetuamente. El reconocimiento es válido: Reynolds es conocido por la descarga emocional que emite en cada una de sus creaciones, incluso al punto de ocultar piezas y mensajes personales entre sus finas costuras. Pocos saben, sin embargo, que estas obras son a costa de una apatía generalizada hacia la sociedad y, sobre todo, hacia las mujeres que lo desean o, como él lo ve, que desean arrebatarle su don. Esta descompensación la suple con un voraz apetito por una serie de alimentos específicos que contribuyen al dominio de su inasible perfeccionismo.

La única mujer que hasta entonces había tolerado sus procedimientos era Cyril (Manville), su hermana y único lazo familiar presente. A pesar de su distanciamiento verbal, ambos se acompañan y ella garantiza que el orden de su casa propicie la inspiración de Reynolds. Además, ella comprende la explosividad de su hermano porque conoce su raíz: su madre les enseñó las artes de la confección y administración y su muerte ha sido un golpe prácticamente irreparable para el modista. Por más leyendas que se difundan alrededor del estilo Reynolds, Cyril sabe que todas son desangradas por una irremplazable maternidad que pareciera que ninguna mujer (o alimento) puede suplir.

Por eso el encuentro entre Reynolds y Alma es sobrecogedor: sus primeras miradas reflejan esa curiosidad que despierta el uno por el otro. El amor de Alma por su señor -por su creador- se manifiesta en muestras de cariño, lealtad y gratitud por haberla elegido a ella, una humilde servidora, para vigorizar sus creaciones; el de Reynolds hacia su musa se exhibe en una prolífica racha de magistrales prendas para que ella las desfile. Esta prolífica relación, empero, no podía conservar una armonía pacífica por mucho tiempo: con el paso de los días su convivencia recae en una guerra de poderes entre las normas de la House of Woodcock y las amenazas que pretenden reorganizarla. En otras palabras, sus lazos de afecto comprometen la meticulosidad creativa de Reynolds y las convicciones de Alma.

Al ver este filme varias veces me he percatado que Phantom Thread es, en esencia, ese descartado guion de Pinocchio, uno que discretamente es embellecido por la enfermiza conexión entre Reynolds y Alma. El modista es Geppetto: un virtuoso pero obtuso artista que da vida para dominar a sus creaciones. Tal como si fuera Fausto o Pigmalión (otras referencias implícitas en Pinocchio), éste se enamora de sus obras hasta el punto de evitar que se transformen, hasta negarse a aceptar que puedan ser alguien más o de alguien más. A su vez, su aprendiz es Pinocho: esa burattina pérfida que elimina su ingenuidad al romper con los invisibles hilos que la someten. Ella se rehúsa a ser traída a la vida –así sea en el campo del diseño- sin explorar su potencial; ella, en cierta medida, también desea ser Geppetto. Anderson tiñe su obra de una elegante morbosidad, pues amo y esclava luchan por el dominio del otro mientras desfilan vestidos tras vestidos. He ahí el sentido de formación de Collodi: en la rebeldía y en las pulsiones se encuentran las particularidades de la educación humana.

Phantom Thread es la primera obra de Anderson que cuenta con una heroína central, lo cual la hace particularmente revoltosa dentro de su filmografía. Es cierto que la trayectoria de Day-Lewis engancha a los cinéfilos, pero la transformación de Vicky Krieps es la verdadera recompensa. Pinocho es un símbolo de la malsana dialéctica entre creador y musa, entre mito y habla. No sé exactamente qué pudo golpear a Day-Lewis para hacerlo aborrecer la actuación pero su síntoma general es plausible: Reynolds es una parodia del ego en el arte, una embestida a la torre de marfil. Si algunos espectadores encuentran semejanzas entre el diseñador ficticio y las vidas de otros modistas poco importa para apreciar el filme, lo que interesa es la apología a su desmitificación. Ocurre lo mismo con Lancaster Dodd en The Master: no hay que saber quién es L. Ron Hubbard para temer su carisma de predicador.

Alma, esa presencia perceptible pero incapturable[4], revela la fragilidad de los ídolos sin importar su tamaño. Ella no es Freddie Quell, pues sus motivaciones son más imponentes y, en cierta medida, indomables. Su teatralidad es tan natural que no cesa de irritar a Reynolds, quien creía que Alma se conformaría sólo con ser una extensión de su espíritu. Esta tergiversación es una sátira de la idiosincrasia, una que asombra por su silenciosa elegancia. Alma, en cierta medida, se revindica a sí misma con el sólo hecho de poner a Reynolds a dudar de sí mismo. El filme presentará más de una situación en la que esto potencia la admiración del uno por el otro y, por consiguiente, su amor fati. Cualquier semejanza con la realidad de una pareja moderna es pura coincidencia.

El filme es una de las más gratas sorpresas de la filmografía de Anderson, pues su contenido agarra desprevenidamente a sus espectadores. Antes de su estreno Phantom Thread parecía una obra cercana a There Will Be Blood; hay que darle crédito a su campaña de promoción (un tráiler laberíntico y un guiño a un afiche de Uwe Boll). Ahora, sin ánimo de coercer las sorpresas, se sabe que afortunadamente es más cercana a Punch-Drunk Love y que se sirve de un refinado sentido del humor. La ejecución de Anderson es impecable y, de nuevo, la triada Day-Lewis/Krieps/Manville asume la responsabilidad poética del filme de manera magistral. Es, sin titubeos, uno de esos filmes prácticamente inconcebible sin su reparto y sin el visionario que los ilumina.

Dudo que Phantom Thread permanezca en la conciencia colectiva como la obra más memorable del 2017. Espero que al menos se le conceda el crédito de ser recordada como una de las más arriesgadas. Aunque The Shape of Water, Get Out y Three Billboards Outside Ebbing, Missouri gocen de mayor popularidad inmediata, espero que el nuevo filme de Anderson sea reconocido por lo que es: una fábula para los tiempos modernos, una en la que Day-Lewis puede estar de frente y a los pies de la historia. Su recaudo en taquilla ha sido justo (en el sentido en el que no generó ni ganancias ni pérdidas), ha ganado algunos premios (dentro de los que se destaca el indiscutible Óscar a mejor diseño de vestuario) y el reconocimiento crítico ha sido amplio. No obstante, me extraña que no lo sea aún más; de hecho, es lamentable que la finura de Day-Lewis haya coincidido con las prótesis de Gary Oldman en Darkest Hour, pues este último se llevó la mayoría de los galardones. Es aún más deprimente que la genialidad del guion no haya recibido la atención merecida.

 Sin saber qué le deparará el futuro a la recepción de Phantom Thread, en este momento me gusta apreciarla por lo que es: una historia excepcional, una merecida despedida para Day-Lewis (si es que su anuncio llega a ser verdad), una apertura de puertas de Krieps para filmes de mayor divulgación en América y la confirmación de que Paul Thomas Anderson es el más grande cineasta de los últimos veinticinco años. Geppetto y Pinocho (¿y el Grillo Parlante?) han hecho una vez más una historia moralizante para todas las edades; una que, al igual que sus protagonistas, no parará de tejerse.

[1] Paralelamente Disney y Guillermo Del Toro manifestaron su (re)interés en la novela de Collodi. A la fecha ninguna de estas propuestas ha oficializado su producción.

[2] Cfr. la propuesta original para Inherent Vice y la cercanía con su padre, Robert Downey Sr., en Boogie Nights.

[3] Recientemente en un Q&A señaló que la idea no estaba descartada del todo. El tiempo lo dirá…

[4] A un espectador angloparlante puede sorprender encontrar que Alma significa soul.

Viviana Gómez Echeverry: Keyla (2017)

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La humanidad no puede jactarse de entender muchas cosas, muy a pesar de los avances científicos de las últimas décadas en diversas áreas del conocimiento, pero (dejando por fuera el espacio exterior[1]) el mar ha sido y sigue siendo un completo misterio, apenas explorado por un puñado de almas valientes entre las que se cuentan a Fernando de Magallanes, Jacques Cousteau, Leni Riefenstahl, James Cameron y Kevin Costner, entre muy pocas otras. Ese aire de misterio que la razón apenas puede elaborar es uno que las artes se complacen en preservar, y es a través de ellas y usando como medio la experiencia sensible, como el sonido de las olas y el azul de sus aguas, donde se evocan sentimientos difíciles de hallar en otros espacios geográficos: una profunda melancolía, la pérdida irremediable y la distancia imposible de navegar entre dos personas.

Incidentalmente, esta relación entre las emociones y los océanos ha sido escasamente explorada en el todavía adolescente cine nacional, al menos dentro de las convenciones de la ficción[2]. Acoto esto al tomar en cuenta el acceso privilegiado a dos (2) océanos completamente distintos entre sí, con climas, culturas y personalidades diversas, sin hablar del potencial de un cine en el que se han intentado pocas cosas y hay aún menos maestros de un narrar. Tomando provecho de todos los elementos flotando en el crisol étnico que todavía convive en esta república fallida, vemos el surgimiento de una película tan simultáneamente prometedora y frustrante como lo es Keyla.

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En lo que podríamos llamar un nuevo hito de la representatividad, Keyla es la ópera prima de Viviana Gómez Echeverry, quien ya había trabajado como directora de fotografía en La Eterna Noche de las Doce Lunas (2013) de Priscilla Padilla, pero en lugar de tratarse de una adolescente indígena en la Guajira que se enfrenta a crecer como mujer en una cultura determinada por otros, esta película es sobre una adolescente afro en la isla de Providencia que se enfrenta a crecer con la ausencia de su padre en un hogar determinado por otros. Esta ausencia, en realidad una súbita desaparición en medio del mar caribe, coincide con una visita sorpresa de una madrastra distante hace muchos años, y da pie a una inusual y dramática reforma del núcleo familiar.

Infortunadamente esta premisa tiene un arranque muy flojo por culpa de la protagonista epónima, interpretada por Elsa Whitaker, quien despliega un rango de emociones muy limitado y en general encarna a un personaje con el cual es muy difícil simpatizar. Esto puede ser deliberado, gracias a que la adolescencia es una etapa cruel y estúpida por la cual todos tenemos que pasar con mayor o menor gracia, y es especialmente difícil si está marcada por la ausencia de una entrañable figura paternal, interpretada por Anthony Assaf Howard a través de secuencias de sueños y flashback filmadas con un característico y convencional sobresaturado.

Los problemas de actuación no cesan con Keyla, y se extienden a otros miembros del reparto. Francisco (Sebastián Enciso Salamanca), el pequeño hermanastro de la protagonista, es su opuesto polar (lo cual podría entenderse como una decisión consciente) aunque también se siente algo impostado en su comportamiento y sus diálogos. Su madrastra, Helena, es interpretada por Mercedes Salazar, y aunque se trata de una actriz de formación con experiencia en la pantalla chica[3], le ha tocado la desagradecida labor de cargar con los diálogos más expositivos y enfáticos de toda la película. Salazar los entrega con aplomo y asertividad, pero su contenido está fraseado de forma ligeramente antinatural, y mientras esto ayuda a sortear las numerosas interrogantes que plantea el argumento, al final se siente como si ella tuviera que saltar como una catedrática entre bloque y bloque de información con el poco tiempo que tiene su personaje en pantalla.

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De los actores naturales o inexperimentados, los dos hombres de reparto son los que más cómodos se ven frente a la cámara: el tío y el novio de Keyla, Richard y Sony respectivamente, no solo por su entrega descomplicada que contrasta con la rigidez física y elocutiva de Keyla, sino también por la verosimilitud de su machismo velado. Tuve la fortuna de ver la película en compañía de alguien que había tenido la oportunidad de convivir con un nativo de Providencia, y resaltó que sus comportamientos frente a la vida, las tradiciones y las mujeres eran tal cual, pasados de la realidad al papel y de ahí al digital, en lo que parece un sano ejemplo de actuación natural bien ejecutada. En una extraña paradoja, estos son tal vez los personajes más ricos y desarrollados a pesar de tener muy poco tiempo relativo en pantalla, porque balancean el ser afectuosos y bienintencionados con sus tendencias marrulleras y solapadas, algo con lo que nos podemos identificar la gran mayoría de humanos no-beatificados.

Keyla se va armando con este reparto más bien intimista, y con una serie de piezas escénicas que muestran diversos aspectos de la vida en la isla, incluyendo una aventura que involucra un mapa del tesoro y un pequeño festival local que separa algunas almas y fortalece los vínculos de otras, de manera tal vez algo abrupta. No obstante, parte considerable del metraje está mediada menos por imágenes y más por los diálogos, que van desde variedades distintas del español hasta un inglés bastante antillano y acentuado, algo que dificulta seguir el ritmo de los acontecimientos. Y si bien el trabajo fotográfico de Mauricio Vidal es bueno y decente, ciertas convenciones se apoderan del buen juicio y resultan en imágenes que rayan de forma no muy positiva con el ritmo de forma, como las ya mencionadas secuencias de sueño, aunque se destacan contadas excepciones, como las escenas nocturnas. Nada muy atrevido, pero tampoco deslumbrante.

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El final trae una especie de cierre a algunos de los conflictos planteados, aunque hay otros cabos sueltos que se pierden en la marea de los acontecimientos: es tal vez consecuencia de contar con apenas 90 minutos de metraje, así las relaciones entre estos personajes merezcan algo más de tiempo. Sería idóneo que se le diera menos cabida a la música incidental, un poco inoportuna y manipuladora hacia los estándares del melodrama, pero diría que la decisión más extraña de la película es situarla en paralelo a la disputa territorial Nicaragua v. Colombia, cuyo más reciente fallo de la corte tuvo lugar en el 2012 y que no tiene ninguna repercusión clara para estos personajes, más allá de asociarlos con uno de los países que produjo esta realización. Quizás también una estrategia para hacerla más relevante o tópica, pero que lo trata de forma tan superficial que se siente como parte de otra realidad paralela que permea el pequeño universo definido de Keyla.

Estas referencias a los conflictos de territorio se antojan similares a las alusiones fantasmagóricas a Colombia hechas en el clásico Garras de Oro (P.P. Jambrina, 1926), donde se pregona la soberanía de un país que siquiera existe en el istmo panameño a principios del siglo XX, y en donde la idea de nacionalidad y pertenencia es apenas una excusa para iniciar una discusión sobre otros espacios con los que no estamos relacionados más allá de la intimidad de una sala oscura.

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¡Hey! Qué bien: si el cine ha de ser una ventana a vidas y lugares nunca antes imaginados, es buena idea usarla para mirar hacia una isla a 850km de distancia del territorio nacional.

Emhhh: a la protagonista le hace falta algo para llevar con fuerza los acontecimientos de la película. No sé todavía que es, pero los demás personajes parece que lo tienen en mayor medida.

Qué parche tan asqueroso hilarante: a Helena le saben a mierda los hombres y su oportunismo e incluso lo dice en voz alta, pero segundos después de recibir un abrazo y un bocado de pescadito asado ya está desprovista de su pareo y lista para flirtear en la playa.

[1] Espacio en el que no podemos existir siquiera sin morir de un cáncer rápido y doloroso, al menos no más allá de la magnetósfera con nuestra tecnología actual.

[2] Dejando por fuera a) toda la serie de mini-documentales de cocina típica  y ballenas que Cine Colombia nos ha ofrecido a lo largo de sus ya 90 años de existencia y b) la abominable Crimen Con Vista Al Mar (Gerardo Herrero, 2013).

[3] Salazar debutó como “la española” en la delirante y enloquecida El Colombian Dream (2005) de Felipe Aljure, y de ahí ha fungido como personaje de reparto en algunas series de televisión españolas, como Amistades Peligrosas (29 episodios en el 2006) y la muy longeva y prolífica Arrayán (89 episodios entre 2011-2012). Se espera que en algún punto del 2018 haga su segundo coprotagónico en Spaces and Silences de Juan David Cárdenas.

Paul Thomas Anderson: Inherent Vice (2014)

En el que necesitamos tu ayuda, Doc

Doc went over and had a look at the manual on the desk. Titled Golden Fang Procedures Handbook, it was open to a chapter titled “Interpersonal Situations.” “Section Eight-Hippies. Dealing with the Hippie is generally straightforward. His childlike nature will usually respond positively to drugs, sex and/or rock and roll, although in which order these are to be deployed must depend on conditions specific to the moment”.

Pynchon, T. (2014). Inherent Vice. Nueva York: Penguin. P. 170.

-o-

DON: Who are these people?

JOY: They’re friends. We’re nomads together.

DON: And what are you all doing here?

JOY: There’s an open door policy.

Mad Men – “The Jet Set”

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Durante el recuento de los acontecimientos que le permitieron a The Master ser la inigualable realidad fílmica que conocemos hoy en día, se señalaron algunos episodios que pausaron laboralmente a Paul Thomas Anderson. Para el tema que nos interesa, es necesario remitirse a uno de esos paréntesis: los meses previos al nacimiento de su hija Lucille. En julio de 2009 Anderson y su encinta compañera sentimental Maya Rudolph se valieron de la cálida temporada veraniega para instalarse en Gloucester, Massachusetts, un pueblo marítimo y turístico cuyos muelles han propiciado películas tales como Manchester By the Sea y The Perfect Storm. El director, como lo haría cualquier vacacionista, aprovechó el viaje para estar junto a su familia, reposar, tomar el sol y leer junto al paisaje pesquero.

Una de las obras con las que se equipó era una copia de lectura avanzada[1] de la más reciente novela del reservado Thomas Pynchon, autor de las clásicas Gravity’s Rainbow y The Crying of Lot 49. El recluso autor, tan característico por su meticulosidad como por los extensos intervalos de publicación entre sus obras (los cuales han superado los quince años), había reaparecido tres años atrás con Against the Day, una exhaustiva narración sobre la Primera Guerra Mundial. El anuncio de una novela a tan pocos años de distancia tomó por sorpresa a sus seguidores más devotos y les permitió fantasear con una prometedora racha de ácida fecundidad escrituraria.

Anderson, uno de esos adeptos, tuvo el privilegio de obtener la primicia pynchoniana un poco antes de su publicación oficial (programada para agosto de 2009). Sin embargo, éste no era un regalo totalmente desinteresado: Penguin, la editorial matriz de Pynchon, contemplaba con sensatez el potencial cinematográfico de dicha obra y buscaba a directores del rango de Anderson para entablar propuestas comerciales. Esto, sin duda alguna, adquiere mayor relevancia si se tiene en cuenta que esa misma empresa también es la propietaria del legado de Upton Sinclair, el autor de Oil! y de la cual el virtuoso director ya ha ofrecido un resultado más que satisfactorio. Sumado a eso, en años anteriores Anderson había proyectado escribir un libreto sobre Vineland, otra novela menos recordada de Pynchon. Aunque él mismo desechó sus bocetos, la idea de adaptar al emblemático escritor seguía latente y esta nueva novela sería una nueva oportunidad para redescubrir esas pulsiones.

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La novela en cuestión, Inherent Vice, es una elaborada broma y un deleite sui generis. Con ella Pynchon hace algo poco usual: combinar las mayores virtudes de la novelas de género negro con los peculiares gajes de la década de los sesenta. Su protagonista, Larry “Doc” Sportello, es un detective californiano cuya filantropía es amenazada tanto por la ambición de sus investigaciones como por los distractores que amplían su horizonte. Lo que comienza siendo un caso cualquiera (un seguimiento a un empresario para evitar que lo extorsionen) desemboca en una lucha contra carteles de droga, neonazis y dentistas. A pesar de las adversidades, las cuales lo llevan por espesos pasajes de Los Ángeles y Las Vegas, Doc mantiene intacta su filosofía de vida: resolver sus investigaciones sin perder la frescura. Él es un personaje con el que es fácil simpatizar: carismático, astuto, distraído y, ante todo, efectivo. Todo esto, por supuesto, es patrocinado por un incesante uso de calmantes, alucinógenos y guías espirituales (tan imprescindibles en la vasta mayoría de personajes), los cuales divierten y a la vez contrarrestan la pesadez de la corrupción estatal e impunidad criminal que plaga a estas investigaciones.

Hay un dicho que señala que si alguien se acuerda de los sesenta no pudo haber estado allí. Sin embargo, también sabemos que Pynchon la habitó durante todo su apogeo. Por lo tanto, ¿por qué este autor quiere evocar la esencia de un lugar y una época que por definición son amnésicas? Inherent Vice es cautivadora al introducir a sus lectores en un pastiche del sueño hippie en su más colorida expresión. Seguramente Pynchon escribió más de la mano de sus ofuscados recuerdos que de una investigación rigurosa y he allí su grandeza: para los sesenta importa más una perspectiva que un registro factual. Por eso me gusta creer que la novela fue escrita para aquellos que no pudieron estar allí y que desean saborear cómo debió sentirse tanto éxtasis y exceso acumulado en un mismo tiempo y espacio. En otras palabras: lectores como nosotros (jóvenes en su gran mayoría, o al menos eso intuyo) somos los descendientes directos de aquellos espíritus que sobrevivieron a esa década y cargamos en nuestros sueños con el ideal de sus depravaciones.

En una posterior entrevista a Vice, Anderson sostuvo que Pynchon obliga a poner un aviso de “No molestar” mientras se le lee. Indudablemente da cuenta de sus palabras: devoró sus más de 350 páginas en tan sólo dos días. La remembranza de la promesa hippie, la ambientación de su amada California, la agresividad narrativa y, sobre todo, la vasta cantidad de hilos narrativos (tan característicos de la obra de Pynchon) atraparon al cineasta, quien aprovechó su embriaguez lectora y esbozó cómo podría plasmar tal vastedad de historias en la pantalla grande sin insultar al respetado novelista. Sin embargo, tal ejercicio lo desencantaba por la dificultad misma de la narración y por temor a hacer un mal trabajo. Además, de entrada asumía que ningún estudio grande apostaría por un guion tan difícil de plasmar. El reto era prometedor pero parecía imposible incluso idealizarlo; no en vano nadie antes que Anderson, ni siquiera él mismo, había logrado siquiera hacer una propuesta de adaptación sensata.

Para mantener su cordura, contrastó su tormenta de ideas con la materialización de un filme al que muchos le auguraron un rotundo fracaso pero que la historia cinematográfica ha acogido como una de sus crías contemporáneas más adoradas: The Big Lebowski. La fugaz y onírica obra de los hermanos Coen (la cual se asemeja a sus hermanas espirituales Fargo, Barton Fink y Burn After Reading, entre otras) es uno de los mejores ejemplos que demuestran que una película puede entrelazar multitudinarios acontecimientos y personajes arbitrarios sin fracasar en el intento. Además, Anderson también ha comprobado ser un maestro de la escritura de guiones ambiciosos: no hay que olvidar que una de las virtudes de Magnolia es su poder de sugestión ante su vastedad narrativa.

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Las intenciones del guionista, por lo tanto, eran plausibles y prontamente Penguin y la CAA (Creative Artists Agency) con bombos y platillos prometieron durante el lanzamiento oficial de la novela que prontamente la llevarían a los cinemas más cercanos. Aunque diversos compromisos alejaron la inmediatez de su realización, se firmó un pacto silencioso entre las agencias y Anderson. Mientras tanto, el director disfrutaría durante unos días más de la agraciada brisa de Massachusetts a la espera de tomar las riendas de la adaptación cuando el tiempo lo exigiese.

Más de un año después, en diciembre de 2010, un conflicto de intereses le permitió que Anderson anunciara oficialmente su participación en la tan esperada adaptación de Inherent Vice. En los meses anteriores había trabajado arduamente en el guión de The Master y, como ya sabemos, cierta campaña de desprecio detuvo su iniciativa por unos cuantos meses. Esa bofetada lo redirigió inmediatamente hacia la novela de Pynchon y, a pesar de no ser su prioridad, se alegró por los resultados iniciales. En la propuesta comercial primaria Penguin afirmó que el mismo Pynchon estaba de acuerdo con que Anderson se encargara de tal proeza, se confirmó la elaboración de una primera versión del guion y se planteó que Robert Downey Jr. protagonizara el filme, lo cual aparentemente aseguraría un triunfo tanto comercial como crítico. Esto entusiasmó al director ya que él y Downey Jr. comparten un curioso lazo: sus padres fueron amigos muy cercanos y todos se conocían desde jóvenes.

Todo parecía indicar que Inherent Vice estaría más próximo de lo que se esperaba. No obstante, en febrero de 2011 la inesperada mecenas Megan Ellison y su productora Annapurna intercedieron en las funciones de Anderson y aplazaron la producción de este filme por un par de años. The Master era la prioridad contractual y hasta que no la finalizara Ellison no le permitiría a Anderson continuar con Inherent Vice. Tanto tiempo dilatado le permitiría al director apropiarse más de la novela de Pynchon y, eventualmente, resurgir con un resultado más elaborado.

Cuatro meses después del estreno de The Master, es decir, en enero de 2013, Anderson anunció que era el momento adecuado para retomar su postergado proyecto pynchoniano. Aunque para entonces Annapurna ya no estaba anclada al proyecto (optaron por las taquilleras American Hustle y Her), IAC Films y Ghoulardi Film Company (su propia productora) se encargaron de su financiación. Inicialmente se reportó que Downey Jr. seguía adscrito al proyecto y que Charlize Theron parecía interesada en el mismo. Sin embargo, pocos días después ambos rumores fueron desmentidos y, para alegría de muchos, se confirmó que Joaquin Phoenix se apoderaría del papel protagónico. La buena conexión que entablaron durante las grabaciones de The Master convenció a Anderson de trabajar con el prodigioso actor una vez más[2].

La producción del filme fue confirmada en abril de ese mismo año y programada desde mayo hasta agosto. Durante esos meses Anderson recuperó a su cinematógrafo predilecto Robert Elswit, quien únicamente no había participado en The Master, y se consagró a reunir su nuevo equipo de trabajo lo más pronto posible que no tuviera nada que envidiarle a Magnolia o a Boogie Nights. Josh Brolin, Owen Wilson, Benicio Del Toro y Reese Witherspoon[3] confirmaron prontamente su participación apenas unos días después del anuncio de rodaje. Durante las semanas subsecuentes se adhirieron Martin Short, Eric Roberts, Michael K. Williams, Martin Dew (quien también había tenido un pequeño papel en The Master como uno de los miembros de La Causa) y la aclamada cantante Joannna Newsom en su debut actoral, entre muchos otros. Incluso habría espacio para que Anderson le otorgara un pequeño cameo a su amada Maya Rudolph. También se rumoró que Pynchon aparecería en el filme como un extra que nadie, evidentemente, podría descifrar (su última fotografía data de 1955). Si bien esto ni se ha confirmado o negado con rotundidad, es un buen detalle decorativo tanto para la futura promoción del filme como para la leyenda que rodea al indescifrable novelista. Por último, hubo dos grandes anuncios: la primera, la hasta entonces desconocida Katherine Waterston (cuyo papel más protagónico era un pequeño rol en Michael Clayton) interpretaría a Shasta Fay, uno de los roles centrales de la obra; la segunda, el escudero andersoniano Philip Seymour Hoffman, a quien muchos esperaban en algún rol representativo, no tendría cabida en el proyecto.

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Esta alineación de estrellas se asentó durante cuatro meses en algunas icónicas locaciones californianas. El proceso de grabación fue fiel al estilo narrativo de la novela, es decir, tan libre y caóticamente controlado como fuera posible. Anderson le daba pocas indicaciones a los actores y ellos tenían la opción de interpretar sus roles como quisieran. Phoenix, el más veterano del reparto (en términos de conocer cómo era trabajar bajo el lente de Anderson), sabía que aquella era la única manera de hacer adecuadamente el trabajo: sin mostrar preocupación alguna por la aparente ausencia de direccionamiento. Otros menos expertos tales como Brolin y Waterston se extrañaban de los planes de Anderson y, si bien estaban fascinados con el director, también sentían la desordenada atmósfera análoga a la novela misma. Al final todos confiaban en los dotes de Anderson en la sala de edición y sabían que el resultado sería el mejor posible. En agosto de 2013, tal como estaba programado, las grabaciones finalizaron sin mayores contratiempos.

La posproducción del filme fue pausada. El profesionalismo de Anderson y su equipo les impedía cometer algún irreparable error y por eso se tomaron su trabajo con mesura. Además, la repentina muerte de Hoffman a principios de 2014 golpeó duramente a Anderson durante algunas semanas[4] y frustró a quienes esperaban una nueva alianza creativa entre ambos pares artísticos. Por esa razón el siguiente gran anuncio corrió por cuenta de Jonny Greenwood en febrero de 2014, casi seis meses después de haber finalizado las grabaciones, al confirmar su participación en los arreglos musicales del filme. Esta vez no sólo brindaría composiciones originales tal como hizo para There Will Be Blood y The Master sino que compilaría una serie de piezas acordes con la época. Aunque no son los éxitos esperados (seguramente muchos esperaban desgastadas canciones de The Rolling Stones o de Jefferson Airplane), son elecciones apropiadas que equilibran lo conocido (Neil Young, Can, Sam Cooke) con olvidadas viejas glorias (The Tornados, Kyu Sakamoto, The Cascades). Además, Greenwood incluyó una variación de “Spooks”, uno de los cortes más ocultos de Radiohead. Al igual que en los casos anteriores, el compositor británico hizo un ejemplar trabajo (es especial con todas las variaciones de la instrumental “Shasta”) y la banda sonora de Inherent Vice, fuera de complementar armónicamente al filme, es un agradable recorrido por la música popular y alternativa de los sesenta.

Todo estaba alineado y, a pesar de que la posproducción fue mayor a lo esperado (más de un año, la cual superó incluso a la de The Master), el resultado prometía ser triunfante. La unión de todas esas leyendas bajo una misma obra mantenía en vilo al público tanto del director como del novelista. En septiembre se apaciguaron las ansias y el primer tráiler oficial fue divulgado. Sumado a eso, se anunció que en el marco del Festival de Cine de Nueva York (en octubre de 2014) se proyectaría por primera vez ante una comunidad de expertos y después continuaría por un circuito de certámenes. Sus primeras exhibiciones fueron acogidas gratamente y en poco tiempo recibió una unánime aprobación crítica. En pocos meses se convertiría, sin lugar a dudas, en un filme de culto contemporáneo. Las razones, como lo vieron y verán sus seguidores, son fácilmente distinguibles.

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El firmamento narrativo es asentado por la mística Sortilège (Newsom), quien relatará los acontecimientos y advertirá sus peligros como si fuera un distante oráculo grecolatino. La juvenil Shasta Fay Hepworth (Waterston) aparece espontáneamente en el apartamento de Doc (Phoenix), quien no oculta la sorpresa de reencontrarse con aquella exnovia a quien no ha podido olvidar. Su reaparición tiene un único propósito: ella está involucrada sentimentalmente con el magnate Mickey Wolfmann (Roberts) y teme que su esposa Sloane (Serena Scott Thomas) y su amante Riggs (Andrew Simpsons) se aprovechen de su romance para extorsionarlo e internarlo en un hospital psiquiátrico. A pesar de reciente falta de comunicación, Doc recurre a su profesionalismo detectivesco y decide ayudarla; a fin de cuentas él es la única persona que conoce Shasta que por lo menos no se inyecta heroína.

Varias de sus fuentes le confirman a Doc que Wolfmann es un reconocido mujeriego cuyo imperio se consolida en la construcción de edificios residenciales. Curiosamente, el teniente Christian “Bigfoot” Bjornsen (Brolin), quien matonea a Doc y a cualquier hippie ante la falta de una tarea más importante, participa en los comerciales de su más reciente proyecto arquitectónico: Channel View Estates. Además, los guardaespaldas de Wolfmann pertenecen a la Hermandad Aria, algo contradictorio si se tiene en cuenta que el apoderado constructor es de origen judío. Como si no fuera poco, al día siguiente Tariq Khalil (Williams), un miembro de la Familia Guerrillera Negra, aparece en la oficina de Doc y le solicita que busque a Glen Charlock, uno de los susodichos guardaespaldas bajo el pretexto de que le debe dinero. Los acontecimientos subsecuentes rasguñarían aún más estos sospechosos vínculos y, tal como lo recuerda Sortilège, la lozanía de Doc le impide reconocer la cantidad de fuerzas externas que están conspirando en su contra.

En el momento en el que Doc pretende interrogar a Glen (en una sexualizada sala de masajes), es atacado por un desconocido; cuando despierta, descubre que el buscado guardaespaldas yace muerto a su lado y que Bigfoot lo ha incriminado. Además, el teniente le revela que tanto Wolfmann como Shasta han desaparecido y que a Doc le imputarán los cargos por todas estas extrañas coincidencias. Auque su descuidado abogado Sauncho (Del Toro) lo libera, Doc sabe que la investigación será diligente y que ahora una desconocida red de delincuentes lo tiene en la mira. Tres encuentros adicionales agrietarían aun más su investigación: en primer lugar, la heroinómana en remisión Hope Harlingen (Jena Malone) acude a sus servicios puesto que cree que su esposo Coy, a quien se le dio por muerto por una sobredosis, en realidad está en la fuga y en peligro; después, una de las masajistas que le imputó la muerte de Charlock (Hong Chau) se disculpa por el montaje criminal y le dice que se cuide del colmillo dorado (Golden Fang); por último; tal como lo supuso Hope, Coy (Wilson) está vivo y él, quien solía ser un saxofonista para una banda de surf rock, ahora es un agente encubierto para el FBI que necesita de Doc para que cuide de Hope y de su hija Amethyst a cambio de información sobre el paradero de Wolfmann.

El filme, para este entonces, ha planteado cerca de cuatro o cinco misterios en menos de un cuarto de su duración. ¿Dónde están Wolfmann y Shasta? ¿Por qué Charlock está muerto? ¿Qué pretende el FBI con Coy? ¿Es acaso el Golden Fang un barco o una red de dentistas de la cual Doc tiene vagos recuerdos? ¿Qué hay detrás de Channel View Estates? Las apuestas son grandes y el rollo en las latas de cine no parece suficiente para que Doc resuelva todo ese entramado con prudencia. Sin embargo, Doc decide (momentáneamente) contra sus adicciones y se alía (momentáneamente) tanto con Bigfoot como con la fiscal Penny (Witherspoon) para averiguar cómo otros crímenes sin resolver se conectan con el presente de Shasta y sus alrededores. El lodo es espeso y el tiempo es limitado para que el insolente detective encuentre todas las llaves.

Tal como ocurre con la novela misma, Inherent Vice puede abrumar por su extensión y abundante cantidad de personajes. Sin embargo, esto no es un impedimento para disfrutarla: simplemente hay que estar un poco más concentrados de lo normal para no perder de vista las historias principales y los desquiciados nombres autóctonos. Anderson hizo un excelente trabajo al adaptar la gran mayoría de los relatos centrales de la novela y lograr estamparlas en el celuloide para exigirle atención y risas a su público. Por supuesto que algunos fervorosos lectores de la novela pueden quedar desconcertados ante la ampliación del protagonismo de varios personajes (Shasta y Sortilège, principalmente), la omisión de unos cuantos (Trillium Fortnight, la novia de Puck, y Fabian Fazzo, el administrador de un casino, por ejemplo) y la elipsis de uno de los acontecimientos más relevantes: la búsqueda de Mickey en Las Vegas y su subsecuente abducción por parte del FBI. Empero, el guionista agarró las mejores historias (una enorme mayoría, vale la claración) y las representó con fidelidad para alcanzar algo mucho más admirable: traducir el lenguaje literario de Pynchon a la pantalla grande. Esto es aun más heroico si se tiene en cuenta que la estética misma del filme es indiscutiblemente andersoniana: tanto el novelista como el director demostraron ser hermanos espirituales de generaciones paralelas.

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Ahora bien, hay una mirada seria, incluso inspiradora, que merece ser reconocida dentro de tanta abundancia. Una de las lecturas subrepticias del filme (y de la novela) devela que Doc, dentro de todos sus abusos, es el menos enfermizo de todos los pintorescos personajes al ser la representación de un ideal en decadencia. Él, en su rol protagónico, asume la responsabilidad de limpiar y ajustar todo el libertinaje de aquellos que actuaron sin pensar en las consecuencias de lo que ellos creían que significaba libertad. Para eso ayuda a todos los que lo necesitan sin importar su origen (policías, abogados, extremistas afroamericanos o fugitivos) y busca la manera (si bien no suele ser la más óptima) de resolver sus múltiples investigaciones lo más pacíficamente posible. No obstante, entre más indaga a quienes los rodea, más encuentra a personas solitarias, miserables y sumisas. Inherent Vice exalta el consumo de drogas, la falta de respeto a la autoridad y el sexo casual. Sin embargo, también admite que la independencia es una ilusión en la que el desasosiego es un trasfondo que invita a evadir el mundo empírico y que bajo el sol californiano se ocultan almas en pena. Este círculo vicioso, característico del hipismo, es la representación de una reaccionaria época que agoniza por las promesas que no pudieron cumplir; no en vano la obra transcurre en 1970, justo en el final de una era[5].

A pesar de eso, esto no era excusa para no entusiasmarse, incluso puede llegar a ser divertido. Inherent Vice es una apología a los vicios extramorales, así suene tautológico. Si bien los vicios inherentes son espacios de ambigüedad al llegar al fondo de un asunto (tal como lo menciona Sauncho), los habitantes de los sesenta encontraron la manera de llenarlos con un superávit de hachís, sexo desinteresado y LSD. Ni Doc ni sus colegas son pesimistas; pueden parecer derrotados pero siempre sabrán que hay un camino facilista para evitar cargar con la angustia de la existencia. Todos ellos son los marginados californianos que por sus excesos sobrevivieron para imponerse como íconos culturales; quién creería que en el exceso habrían de hallar un reconocimiento imbatible. Incluso en su mejor lectura Doc y Wolfmann son símbolos de dos aristas de una misma postura reaccionaria: el rechazo al mundo material los hará ser despreciados por el vulgo pero a su vez los enaltecerá como héroes discretos. Puede que al final del filme poco haya cambiado y que el final oscile entre lo lánguido y lo hermético; sin embargo, la paradoja se construye en que la ejemplaridad de Doc debe ser olvidada para ser comprendida. De nuevo: si se quiere entender los sesenta, es necesario no recordar cómo fueron.

Entre diciembre de 2014 y febrero de 2015 Inherent Vice llegó a las salas de cine de todo-mundo. Aunque no fue recibida por numerosos espectadores (sólo recaudó 14.7 millones de dólares contrario a su presupuesto de 20 millones, el golpe financiero más bajo de su carrera), se convirtió rápidamente en un filme de culto. Logró dos nominaciones a los premios Óscar (que palidecieron ante otras dos azucaradas obras) y una a los Globos de Oro por cuenta del trabajo de Phoenix. Sin embargo, apenas han pasado unos cuantos años y lentamente ha encontrado su espacio entre las listas de los grandes hitos cinematográficos de este siglo.

Si bien hasta la fecha es el filme más difícil de digerir de toda la obra de Anderson, también es uno de sus más necesarios y regenerativos. Anderson canalizó el idioma de otro artista, algo que nunca antes había implementado con tanta firmeza. Además, el resultado es un regreso a sus obras más abultadas pero también un avance hacia una narrativa más purificadora. Por eso mismo unos meses más adelante, después de finalizar el tour promocional, huiría a India con Greenwood para refugiarse en un fuerte sagrado en el que sólo estaría acompañado de música oriental. Tal como lo indica la novela, la vida es como un disco: basta con que cambie el ritmo y el universo se ubicará en una canción diferente. A veces es necesario salirse de sí mismo y, en el caso de Ánderson y de Doc, esto es lo más cercano que pueden estar de su propia libertad.

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[1] Una prueba de impresión promocional de una obra próxima a publicarse.

[2] Varios años después Downey Jr. aseguró que el tiempo muerto le pasó una mala jugada ya que siempre estuvo interesado en interpretar a Doc pero que para entonces su edad era poco conveniente para encarnar al jovial detective. A pesar de eso ambos conservan en la actualidad la hereditaria amistad con la cual crecieron.

[3] Hay que recordar que Witherspoon no pudo participar en The Master por obligaciones contractuales en las que el tiempo le había jugado una mala pasada. Esta vez no estaba dispuesta a dejar que ocurriera lo mismo.

[4] Su cercanía a Philip Seymour Hoffman era tan estrecha que Anderson tuvo la enorme responsabilidad de declamar el elogio fúnebre frente a los más de 400 asistentes de la ceremonia privada. Los que lo escucharon aseguraron que su honesto tributo retrataró algunos fragmentos de su armónica camaradería y amistad.

[5] La última temporada de Man Men se titula así. Vale aclarar que tanto Inherent Vice como el galardonado drama son dos excelentes estudios sobre un mismo cuestionamiento.

Paul Thomas Anderson: The Master (2012)

En el que respondemos la siguiente serie de preguntas sin parpadear

“From the most ancient times to the present, in the crudest primitive tribe or the most magnificently ornamented civilization, Man has found himself in a state of awed helplessness when confronted by the phenomena of strange illnesses or aberrations. His desperation in his efforts to treat the individual has been but slightly altered during his entire history and, until this twentieth century passed midterm, the percentages of his alleviations, in terms of individual mental derangements, compared evenly with the successes of the shamans confronted with the same problems. According to a modern writer, the single advance of psychotherapy was clean quarters for the madman. In terms of brutality in treatment of the insane, the methods of the shaman or Bedlam have been far exceeded by the “civilized” techniques of destroying nerve tissues with the violence of shock and surgery –treatments which were not warranted by the results obtained and which would not have been tolerated in the meanest primitive society, since they reduce the victim to mere zombyism, destroying most of his personality and ambition and leaving him nothing more than a manageable animal. Far from an indictment of the practices of the “neurosurgeon” and the ice pick which he trusts and twists into insane minds, they are brought forth only to demonstrate the depths of desperation Man can reach when confronted with the seemingly unsolvable problem of deranged minds”

Hubbard, L. (2000), “Book One: The Goal of Man” en Dianetics: The Modern Science of Mental Health, Los Ángeles, Bridge, p. 10.

«Come and join us.
Leave your worries for a while, they’ll still be there when you get back.
And your memories are not invited.»

Palabras de Lancaster a Freddie durante su primer encuentro

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En 1943 el halcón maltés John Huston detuvo su emergente carrera como cineasta para prestar sus servicios durante cierta gran guerra y se incorporó al Servicio de Comunicaciones del Ejército Estadounidense (U.S. Army Signal Corps) con la instrucción de realizar una serie de filmes propagandísticos que levantaran el ánimo de todas las tropas aliadas. El recién nombrado “capitán de la armada” aprovechó su cargo para acceder a archivos restringidos y alimentar su base de datos audiovisual. Empero, el malestar del conflicto y, en especial, el contacto directo con soldados activos produjeron un efecto inverso en el patriota Huston, quien se vio obligado a desertar sus ideales laborales y en cambio produjo documentales con fines antibélicos que desenmascaran algunos aspectos desconocidos de la guerra. El director trabajó sutilmente (a riesgo de ser juzgado en corte marcial) y por fortuna sus primeros dos documentales –Report of the Aleutians (1943) y The Battle of San Pietro (1945)- vieron la luz del día con la aprobación de sus superiores. Además, sus denuncias coincidieron con el final de la guerra y Huston fue ascendido a Mayor por una cúpula militar contagiada por el naciente espíritu de paz. Sin embargo, el director -aún impactado por el trabajo de archivo adquirido- produjo un tercer y último documental: el incómodo Let There Be Light de 1946/1948. Esta censurada, destruida, pirateada y recuperada (en 1981) obra fue la carta de renuncia de Huston, quien unos meses más adelante se retiraría del ejército, irónicamente, después de recibir la Legión al mérito y a la víspera de la producción de The Treasure of the Sierra Madre, filme que lo consolidaría popularmente como un director norteamericano imprescindible.

En PMF 5019 -código militar otorgado a este documental- Huston registró los diferentes procesos de reparación emocional a los que fueron sometidos algunos soldados después de la Segunda Guerra Mundial al padecer crisis neuropsiquiátricas agudas. El filme inicia con una aseveración sensata: el 20% de los soldados norteamericanos sufre trastornos enraizados a su participación militar. Por lo tanto, estos pacientes deben residir temporalmente en algunos hospitales para someterse a terapias y procesos que contrapesen la violencia de sus memorias activas. Un denominado grupo de expertos guía a estos pacientes durante el doloroso desahogo psiquiátrico y, a lo largo de una hora, los espectadores son partícipes de las historias narradas por estos testigos de bombardeos, masacres y mutilaciones. La fragilidad de los pacientes es atrapante y, si se deja de lado el retoque hollywoodense con el que Huston filmó su obra, su denuncia es asertiva: cuando un individuo ha desbordado sus puntos de quiebre ante distintas fuentes de presión nunca podrá recomponerse; sumado a esto, desde una perspectiva sanitaria, su reincorporación a la sociedad, aunque posible, será dolorosa.

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Este corto documental es citado frecuentemente por Paul Thomas Anderson cuando le preguntan cuáles fueron sus puntos de referencia al crear el filme en el que se centrará este artículo. Su influencia en nuestro auteur es evidente, incluso necesaria; este documental no sólo se incluye en el DVD/Blu-ray de The Master sino que plantea una inquietud que trasciende cualquier plano cinematográfico, incluso artístico: ¿cómo un individuo sustituye sus puntos de quiebre cuando éstos se desbordan?

En todos sus filmes anteriores, como se ha corroborado en esta serie de artículos, Anderson concibió polos a tierra que focalizaran a sus protagonistas. Estos polos, inevitablemente, son vicios y de una u otra forma son aceptados o rechazados por los espectadores de estos filmes. Incluso Daniel Plainview, quien pareciera no tener límites, sabe que su polo a tierra es su codicia transpolada en un monopolio comercial. Sin embargo, a partir de la admiración de Anderson por la obra de Huston (y de otras fuentes, las cuales abordaremos en contadas líneas) el libretista expone a un hombre desnudo moderno, un hombre que se debilita al priorizar su pobreza espiritual sobre su fuerza de trabajo. La inquietud la despliega a partir de una ley propia de la física: cuando dos fuerzas entran en contacto y a menos de que posean la misma magnitud la más potente rechazará y desplazará a la más débil. Esta es la historia del breve encuentro entre Freddie y Lancaster, dos seres humanos con máscaras de titanes. The Master, ante todo, explica la miseria extramoral desde un individuo que desconoce cómo acercarse apropiadamente a sí mismo.

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Paul Thomas Anderson labró su propio mito a partir de victorias sopesadas por un mismo número de tropiezos comerciales. No obstante, los acontecimientos que rodearon la complicada producción de The Master no tienen puntos de comparación. El sendero a la consagración, definitivamente, no es cualquier sendero de lozas amarillas y ni siquiera la popularización de Daniel Plainview le daría un respiro a nuestra proeza cinematográfica.

Después de la extensa gira promocional y de condecoraciones de There Will Be Blood Anderson dedicó algunos meses a la crianza de su primogénita Pearl y al cuidado de su esposa Maya Rudolf. Además, en noviembre de 2009 su familia recibió a Lucille, su segunda hija. En esa temporada familiar Anderson se mantuvo al margen de su profesión y, aunque se rumoró que escribió y dirigió un episodio de Saturday Night Live, no hay registro concreto alguno que pruebe lo contrario. No obstante, el sabor a triunfo de su exitoso filme de 2007 le dio la confianza suficiente para explorar su archivo mnemotécnico y esbozar ideas que por cuestiones de tiempo y espacio (y dinero) no pudo desarrollar en su momento.

Esta pausa no duró mucho y, para alegría de sus más acérrimos fanáticos, en diciembre 2 de dicho año el magazín Variety anunció que Anderson se encontraba en el proceso de finalización de un nuevo libreto –libreto que llevaba en mente desde hace varios años- en el que relataría los orígenes de un nuevo culto religioso en 1952 a través de la relación entre su fundador (“The Master of Ceremonies”) y Freddie, uno de sus discípulos. Este proyecto, además, contaba con el apoyo absoluto de su nueva casa matriz, Universal Studios[1], y de su partner in crime Philip Seymour Hoffman, a quien le otorgaría por primera vez un papel protagónico. El aspecto más llamativo de este anuncio es que el tabloide explícitamente advierte a sus lectores que no es ningún filme sobre alguna doctrina específica sino sobre cómo la necesidad humana de creer en una entidad superior deviene en la creación de un culto. El prometedor anuncio disparó una vez más la popularidad de Anderson y el público esperaba ansiosamente a que la producción iniciara. A la vez, algunos filisteos fueron informados de este anuncio y algunas conservadoras manos invisibles ejecutaron una indagación pública y privada acerca de las intenciones de Anderson.

Mientras esta inquisición se equipaba con cheques rebotados, Anderson reescribía parsimoniosamente el guion a partir de algunas recomendaciones de Hoffman, quien sugirió que el libreto debía enfocarse más en el discípulo que en el maestro. Finalmente en mayo de 2010 anunció públicamente que la fase de preproducción había finalizado y que iniciaría grabaciones tan pronto el estudio diera luz verde. Además, varios medios afirmaron que Jeremy Renner -el popular escudo humano de The Hurt Locker– encarnaría a Freddie y que la legalmente rubia Reese Witherspoon aceptaría el papel de la esposa del Maestro. La filmación se programó inicialmente para el mes de junio pero Universal la aplazó para agosto. No obstante, dicho mes fue de standby y el equipo de trabajo sospechó que algo no andaba bien. Sus predicciones se confirmaron prontamente y en septiembre, para tristeza de muchos, Renner declaró que el filme se pospuso indefinidamente debido al bloqueo de “muros que no podían ser superados”. La luz amarilla fue degradada a roja y Universal le pidió a Anderson la dimisión de su proyecto.

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La aparatosa interrupción del proyecto generó varias sospechas y múltiples artículos trazaron el detrimento comercial del proyecto a partir de algunos cabos sueltos. Algunos osados reporteros, entusiasmados por el proyecto inconcluso, anclaron el cease and desist a ciertas amistades del director. Estas sospechas fueron infundadas por el mismo Anderson, quien por ese entonces y ante las inquietudes de los periodistas señalaba que concibió The Master doce años atrás, es decir, aproximadamente en 1999. Esta accidentada respuesta permitió recolectar algunos frutos del rodaje de Magnolia, es decir, en un par de lazos afectivos originados por ese entonces. Es meritorio abordar cada uno por separado.

El primero de ellos corre por cuenta de Jason Robards, el veterano actor que invirtió el último destello de su experticia para encarnar al moribundo productor Earl Partridge. Durante algunas pausas en el set de Magnolia cautivó a Anderson con múltiples detalles de su vida como operador de radio en un buque estadounidense durante la Segunda guerra mundial. Los minuciosos recuerdos despertaron en Anderson una curiosidad por este vetado capítulo de las grandes guerras y por vía directa lo condujeron a los documentales de Huston descritos al inicio de este artículo. Además, si bien lo recuerdan, Partridge fue creado como tributo a Ernie Anderson, padre del cineasta fallecido un par de años atrás y también veterano de dicha guerra. Aunque P.T. posteriormente declaró que nunca habló con su padre sobre la guerra, es posible intuir que a través de Robards reconstruyera estas omitidas memorias para rastrear las causales del fuerte comportamiento de su padre y, por añadidura, de la generación de sus padres. Como lo comprueba aquella breve sinopsis de The Master, Freddie es un tributo digno tanto para Robards como para su padre. No en vano Freddie habitará en Lynn, Massachusetts, el mismo pueblo del que Ernie es oriundo.

El segundo lazo afectivo corre por cuenta del vocero de uno de los cultos más polémicos de los últimos setenta años: Tom Cruise. La satisfacción mutua por el resultado de Magnolia prosperó en una amistad que se mantiene hasta el día de hoy. En algún momento, inevitablemente Cruise le presentó a Anderson las propuestas de su mesías L. Ron Hubbard, hecho que no irrumpió sus relaciones afectivas. No obstante, a Anderson le cautivó el apasionamiento de Cruise y el aparente incremento del novedoso culto[2]. Lo curioso es que con el pasar de los años el rebaño se contrajo[3] pero la popularidad mediática acerca de estas extrañas prácticas se propagó. Todos recordamos la invasión ciencióloga de aquellos años, bien sea por el mismo Cruise (desde su separación de Nicole Kidman hasta su matrimonio y posterior divorcio de Katie Holmes), por las revelaciones de queridos artistas tales como John Travolta, Beck, Isaac Hayes y Nancy Cartwright o por un par de clásicos episodios de The Simpsons y South Park (“The Joy of Sect” y “Trapped in the Closet”, respectivamente). Anderson tomó nota de esta oleada, indudablemente, para agitarla a su favor.

En todo caso, la impotencia presupuestal lo obligó a desaparecer durante unos meses. No obstante, decidido a recuperar su vigor, anunció en diciembre de 2010 que estaba interesado en filmar la adaptación de la más reciente novela de un escurridizo autor a propósito de las ácidas investigaciones de un detective privado en su oriunda California. Esta obra, escrita por el enigmático Thomas Pynchon es la fuente primaria de Inherent Vice, filme del que escribiremos a su debido tiempo. Por ahora basta mencionar que Anderson aprovechó los meses subsecuentes para contar con la aprobación del mismo Pynchon y agendar al infame y metálico Robert Downey Jr. No obstante, un plot twist en este recuento histórico cambió las prioridades de Anderson una vez más y la inesperada generosidad de una de sus fanáticas más acaudaladas contribuyó a que las conversaciones entre Freddie y The Master fueran recreadas.

Unos meses atrás la joven cinéfila Megan Ellison, hija del magnate Larry Ellison (actual CTO de Oracle, la productora de software más grande después de Microsoft), usó parte de su riqueza para invertir en filmes que la cautivaran. Por suerte uno de ellos -el remake de True Grit de los hermanos Coen- generó utilidades suficientes para crear su propia productora afiliada a The Weinstein Company: Annapurna Pictures. Con su abultada chequera sacó de aprietos a algunos de sus directores predilectos (entre ellos a Kathryn Bigelow, quien se encontraba en una situación similar con su aclamada Zero Dark Thirty) y fue allí cuando se puso en contacto con Anderson para sacar adelante a Inherent Vice con tal de que produjera primero a su cisne de plata The Master. Anderson aceptó sin titubeos y al terminar una justa ronda de negociaciones se anunció que en junio de 2011 las grabaciones iniciarían inminentemente y se realizarían por tres ininterrumpidos meses.

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El onírico pacto entre Ellison y su protegé Anderson le brindó libertad artística a la producción y este último reagrupó su equipo de trabajo para iniciar su mausoleo cinematográfico. Para entonces una considerable cantidad de tiempo había fluido y ni Renner ni Witherspoon se hallaban disponibles. Por lo tanto, el elenco recibió a dos comprometidos actores para acoger los papeles vacantes e inmortalizarse en los que posiblemente serán sus papeles más recordados en la posteridad: Joaquin Phoenix y Amy Adams, un dueto que no requiere presentación alguna. El reparto estelar fue complementado por varios talentosos actores de culto tales como la experimentada musa Laura Dern (Blue Velvet, Wild at Heart y Jurassic Park, entre muchos otros filmes), Jesse Plemons (ahora inmortalizado por su sadista Todd en Breaking Bad), la sueca Lena Endre (quien encarnó a Erika Berger en la adaptación original de la trilogía Millenium de Stieg Larsson) y Rami Malek (popularizado últimamente por su participación en Mr. Robot). También regresaría al elenco Kevin J. O’Connor que, si recordarán, interpretó a Henry, el poco astuto “hermano” de Daniel Plainview en There Will Be Blood.

En cuanto a los detalles técnicos Anderson ensambló a un equipo de trabajo igual de comprometido al de There Will Be Blood. La baja más significativa pero necesaria fue la de su cinematógrafo de confianza Robert Elswit, quien se vio obligado a desistir por conflicto de agendas (se había comprometido con Tony Gilroy y su The Bourne Legacy antes de que todas los aplazamientos ocurrieran). Lo sustituyó por Mihai Mălaimare, Jr., el virtuoso cinematógrafo de confianza del Francis Ford Coppola del siglo XXI. El cambio, aunque forzado, fue recompensado con una de las filmaciones más espectaculares de todos los tiempos. El trabajo de Anderson con Mălaimare, quienes por primera vez en Hollywood en más de quince años trabajaron con rollos de 65mm para conservar el espíritu visual de los cincuenta, es descrestante; toda una lástima que éste haya sido opacado por el petardo hueco Life of Pi.

Por último, Anderson reestableció contacto con el virtuoso Jonny Greenwood para que comandara la música original del filme. Después de sus contribuciones para There Will Be Blood Greenwood inició una próspera racha: además de grabar con Radiohead In Rainbows (una de sus obras más aclamadas crítica y comercialmente) y The King of Limbs, compuso la música original para Norwegian Wood y We Need to Talk About Kevin. Con The Master pudo explorar una vez más sus aptitudes para manejar una orquesta y el resultado son piezas tan delicadas como memorables como “Time Hole” y “Able-Bodied Seamen”.

Con todas estas piezas engranadas ahora es necesario martillarlas con la imaginación. Como lo asegura Dodd, es esta la manera más sabia para hacernos más humanos.

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The Master nos transporta a los años en que Norteamérica pagó su triunfo en la Segunda guerra mundial con el dolor de sus soldados más vulnerables. Freddie Quell (Phoenix) es uno de aquellos victoriosos militantes que canaliza el sueño americano balístico: sin nada que perder, se incorpora en la Marina en busca de un escape a los fantasmas que lo atormentan en Lynn, su pueblo natal, así esto implique ser carne de cañón. Su estrategia falla y, contra todo pronóstico, sobrevive, no sin antes desahogar sus frustraciones al mutilar a sus enemigos asiáticos y al consumir desmedidamente cocteles preparados con recursivos ingredientes. Con sus aspiraciones golpeadas, Freddie es sometido por sus superiores militares a inasibles terapias para reincorporarlo a la cotidianidad íntegramente. Tal como lo enseña Let There Be Light, estos procesos llegan a ser inútiles para una porción significativa de soldados rasos. El resultado es un alcohólico, misántropo, violento, rudo y cachondo fotógrafo en un almacén por departamentos. Nada mal para ser tan sólo uno de los golpeados veteranos; a diferencia de otros, éste al menos puede hablar y caminar.

La estabilidad de Freddie, como era de esperarse, se quebranta rápidamente y ante un impulso de desautorización ataca a uno de sus clientes. Posteriormente huye a un cultivo de vegetales, cultivo del cual es expulsado por compartirle sus menjurjes a individuos con sistemas digestivos considerablemente más frágiles. Sin dinero y sin horizonte, Freddie deambula en 1950 por San Francisco; una vez más, como es constante en los filmes de Anderson, este despotricado héroe halla una fuente de salvación en la mítica California. Sus protectores serán los tripulantes del Alethia, embarcación en la cual Freddie se escabulle al aprovechar un descuido del equipo de supervisión. A la mañana siguiente, una vez recuperado de su resaca, el polizón Freddie se presenta ante Lancaster Dodd (Hoffman), el patrón de la embarcación, para pedirle trabajo. Por el contrario, Dodd -sorprendido por su evidente carencia de expectativas y por el exótico contenido de su cantimplora- lo disculpa y lo invita a ser testigo del matrimonio de su hija. El Alethia, ahora en altamar, es el símbolo de esta nueva iniciación en Freddie; como su nombre en griego lo afirma, Freddie se embarca en un viaje que pondrá en evidencia su esencia destilada.

Dodd, conocido por los otros tripulantes cariñosamente como “The Master”, es un encantador bastardo que hipnotiza a sus allegados con su carisma y su histrionismo a la hora de declamar un discurso. Su astucia es altamente admirada y su manifiesto literario The Cause es discutido y aplaudido por varios pudientes adeptos. Además, su esposa actual Peggy (Adams), su hijo Val (Plemons), su hija Elizabeth (Ambyr Childers) y su yerno Clark (Malek) consolidan una coraza familiar creíble y, si se quiere ir más lejos, ejemplar. Freddie, sin ser un ávido lector, es seducido por la fuerte personalidad de Dodd y con cautela es testigo de la materialización de sus propuestas: sus pacientes, ansiosos de hallar las respuestas a algunas inquietudes trascendentales y universales, son sometidos a interrogatorios en los que despliegan su flujo de conciencia; para el lente crítico de Dodd, estos ejercicios son prueba de un proceso de metempsícosis iniciado hace más de un trillón de años y que él puede rastrear con su experticia y sabiduría. Quell, arrebatado por el entusiasmo, da un faux pas y en una noche de copas (es decir, de alcohol y thinner) reta a Dodd a analizarlo.

En una de las escenas más andersonianas de toda la cosmogonía andersoniana, Lancaster y Freddie comparten unos intensos minutos en los que este último expone su fragmentada identidad. Hijo de un padre víctima del alcoholismo y de una madre encerrada en un sanatorio mental, Freddie revela que busca erradamente un lecho y un próspero futuro para su joven prometida Doris. Carente de cualquier escudo, también confiesa algunos encuentros incestuosos con su tía. Esta escena, al contraponerla con las infructuosas terapias del sanatorio militar, devela una afirmación severa: no hay pasos retroactivos cuando un individuo con una máscara autodestructiva baja la guardia ante un parásito adoctrinante. Esta no es la base de un culto, de una religión o de un partido político… ésta es la base más elemental de las relaciones humanas: una relación de supresión y dominio. Que Freddie y su ahora Maestro lleven esto a otro extremo no nubla el virus extramoral al que los seres humanos están sujetos.

La segunda mitad del filme relata la consolidación de La Causa de Dodd como una institución política y espiritual. La falsa relación pasivo-agresiva entre los dos protagonistas es una trampa para que Dodd calibre el alcance de su proyecto mientras cultiva seguidores. La Causa se expande tanto en Nueva York como en Philadelphia y el exclusivo séquito de Dodd vive a expensas de sus patrocinadores, los cuales pagan por ver el espectáculo de Freddie. A pesar de la oposición de Peggy, Dodd tiene un punto válido a su favor: si su empresa puede domar a bestias como Freddie, puede tomarse al mundo. Además, sujetos como Freddie son ambrosía para aquellos que se autodenominan doctores de la mente. En ese sentido Freddie es la carne de cañón que siempre quiso ser: si antes era un marinero, ahora es un león domado por un circense aclamado por otros por su obediencia. El ejemplo más llamativo es el recordado trazo de la ventana hacia la pared; en éste, Freddie recorre tantas veces ese trayecto que delira y en su imaginación regresa al campo de batalla o a encuentros sexuales con sus amantes. Estos tratamientos/experimentos a los que él es sometido son dolorosos para los espectadores puesto que Dodd lo remoldea al desbordar sus represiones bajo el pretexto de curarlo; esto no es terapia reparativa sino conductista.

El proyecto de Lancaster, por supuesto, tiene muchas fallas. Mantener un monumento a partir de una única fuente de imaginación es insostenible, más si es lo suficientemente novedosa para no someterse a una mitologización apropiada. Dodd no sólo pierde el temperamento en repetidas ocasiones y desiste debatir cuando lo acorralan sino que se contradice en sus propios textos, tal como lo evidencian Helen (Dern) y Bill (O’Connor) al leer The Split Saber, su tratado escrito a partir de su apreciación de Freddie[4]. Estos hechos, los cuales recuerdan que todos los seres humanos son ante todo humanos (como lo predica Dodd en varias ocasiones), suavizan el lúgubre panorama que rodea a Freddie. No obstante, plantean una capciosa duda: si los registros más disparatados de Dodd convocan seguidores de toda índole, ¿cuáles serán aquellos que se anteceden a todas nuestras idolatrías, sean cuales sean? Lo más irónico de este plano fílmico es que Dodd está plenamente convencido de que su método es redentor; lo más lamentable es que Freddie es tan solo uno de los muchos niños perdidos que son seducidos por las manzanas podridas más azucaradas.

The Master, tristemente, es catalogada como una crítica abierta a la cienciología. Si bien hay numerosas similitudes y es una fuente de consulta imprescindible para este filme, es injusto que la nominen exclusivamente en los términos de L. Ron Hubbard. Un texto como Dianetics –el único al que me he acercado- se sostiene sobre los miedos más naturales de los seres humanos, miedos inherentes e ineludibles. Todos los textos adoctrinantes así lo son y deben ser considerados por igual; la diferencia metódica y temporal no excluye el corazón redentor de estos proyectos. La Causa es una posible respuesta inmediata a las necesidades de los individuos que le temen a la amenaza atómica, al regreso al combate y a preguntas que llevan una eternidad sin responderse, así como el cristianismo fue en su época una salida al despótico imperio romano y el mormonismo una respuesta a la megalomanía norteamericana. Todos están en el mismo plano y es una condena espiritual con la que se debe lidiar si se reconoce la existencia de una esencia y de una substancia que la encierre; ante la perdición, la oferta de luces es infinita si se paga el precio correcto. El precio de Freddie es contemplar la posibilidad de un futuro[5] mientras retrocede a un innecesario origen. No hay que menospreciar a esta corroída generación; en últimas, el dilema del amo y del esclavo ataca peor cuando pretende no existir.

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El filme, manchado por la censura y acusaciones de discriminación a la libre elección de culto, no tuvo una buena acogida en taquilla. En estos tres años apenas ha logrado neutralizar sus costos de producción. Empero, no hay publicidad del todo negativa y The Master sostiene un modesto récord: es el filme de art house que más dinero ha recaudado en su premier. Aunque hay quienes afirman que la campaña de desprestigio castigó públicamente las virtudes del filme –en especial por el robo al Óscar a mejor actor de reparto de Hoffman, injustamente recibido por el automático Christoph Waltz en la no tan agradable Django Unchained-, éste recibió algunos premios como el León de Plata en el Festival de cine de Venecia. Además, varias autoridades del cine elogian el nuevo pico de calidad alcanzado por Anderson.

Esta piedra angular en el firmamento cinematográfico contemporáneo elucida la magistralidad de Anderson en un campo totalmente diferente al de sus anteriores obras, tal como lo hizo con There Will Be Blood a su debido tiempo. La única queja, como ya lo han sentenciado varias reseñas que merodean por la red, es que es un filme que produce un efecto inverso a lo que denuncia: es tan perfecto en sí que genera un culto del cual no se quiere salir. Tal como lo sugiere el subtítulo de The Split Saber, The Master es un regalo para el Homo sapiens.

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[1] Este estudio aprobó en primera etapa un presupuesto de US$35M, es decir, diez millones más que el costo de producción total de There Will Be Blood.

[2] De acuerdo con un censo, en el 2001 55,000 estadounidenses se declararon cienciólogos.

[3] A 25,000 en el 2010.

[4] Nota aparte: The Split Saber es un excelente título para una obra de ciencia ficción, tal vez para el libro que Robert Heinlein o Frank Herbert jamás escribieron.

[5] En este caso Doris, quien, por cierto, cansada de esperar a Freddie lleva varios años de casada.

Fernando Ayllón: Se nos Armó la Gorda (2015)

Me cité a mí mismo un domingo por la tarde, en una sala de cine cercana, para ver una función de 7:00 pm de la película que voy a abordar, semana y media después de haber sido estrenada. En un recinto pequeño, pero copado a juzgar por la boletería disponible y el asiento que me tocó, fui recibido por familias enteras y grupos de secretarias en programa dominical; en realidad yo era el único, junto con una dupla padre-hijo, que no tenía comida. Tras un inicio frío y una cruda secuencia de créditos, llegué de nuevo a mis propios prejuicios, a la conclusión que siempre fue: televisión en la pantalla grande, un sketch de Sábados Felices de 90 minutos o una película que filmaría mi tío, si tuviese un tío inculto, mediocre, homofóbico y ramplón.

Problemática e insignificante al mismo tiempo, Se nos Armó la Gorda es otra de esas ejemplares contradicciones del cine nacional. Problemática, a la luz del estilo de comedia que depende (todavía) con mucha fuerza del regionalismo, el estereotipo hecho cliché y la ausencia de niveles de lectura y reflexiones posteriores. Por razones semejantes, y diría incluso que compartidas, es que la defino como una película insignificante, porque está dirigida a un público amplio pero muy concreto, “la familia que sólo consume televisión nacional privada”, y no está diseñada para ser exhibida o funcionar fuera del país, muy a pesar de la línea acompañante “una comedia de talla internacional”, y por si fuera poco, nuevamente es algo que no nos representa, o al menos no más que la franja de humor nocturno de la cual salió este engendro.

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La historia de la película en sí es simple e imaginativa, si bien un poco traída de los cabellos. Nelson Polanía y Fabiola Posada interpretan a Nelson Polanía y Fabiola Posada respectivamente, o más bien, a sus personas humorísticas, Polilla y la Gorda, representando su matrimonio actual mientras cae en un tedio indeterminado. Entre tanto, el príncipe (?) Jari Jabe, soberano de Farganistán, ve a Fabiola en una presentación televisiva carente de contexto (queda a la imaginación si es un extracto de algo que tuvo lugar en Estados Unidos) y solicita que la secuestren. Para tal fin, contrata a Pachuco (Francisco Bolívar[1]), quien elabora una rápida excusa para capturar a la Gorda y hacerse con un cuantioso botín de 3 millones de dólares. Esto es seguido por la búsqueda que emprende Polilla para rescatar a su mujer en una fábula altamente segmentada.

Ahora, podríamos detenernos aquí, pero a) no parecería un artículo digno de Filmigrana con sólo 340 palabras hasta aquí, y b) We have such sights to show you. Nociones realmente cuestionables durante toda la película, y ligeros dolores de cabeza.

Hay un problema inherente en el humor colombiano, teniendo en cuenta que, al igual que la historia del cine local, ha tenido un desarrollo truncado y cargado de desvíos, a menudo con más Nieto Roas que Aljures[2]. Recordemos por un momento la secuencia de Alma Provinciana (1925) en la que el cándido Perejiles, tras haber caído al agua, manda a planchar su pantalón para luego hallarlo quemado por un descuido amoroso, viéndose obligado a usar ropaje ancho e incómodo que recuerda al eterno indigente Charlot. Félix Joaquín Rodríguez no era ajeno al slapstick perfeccionado por maestros como Buster Keaton, Harold Lloyd y el célebre Chaplin, por lo que este humor se siente foráneo y distinto al que manejan otras producciones contemporáneas, al menos las que lograron sobrevivir hasta nuestros días. Así pues, hemos preservado y actualizado muchas convenciones comédicas del extranjero, especialmente en el cine; pero el desarrollo de nuestra etiqueta de comedia nacional ha caído sobre los hombros de la televisión y, más recientemente, en el stand-up, que a menudo equivale a la escuela formada por Andrés López[3], es decir, chistes que se revuelven en el señalamiento de las manías de la clase media de principios de los años 90. Existen otras corrientes, como la de Los Comediantes de la Noche, pero en general el humor es deprecativo de otras personas y clases sociales que resultan fáciles de señalar. El disfraz y la comedia de props tienen una permanencia notable en el escenario nacional.

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En ese marco, Se nos Armó la Gorda toma ejemplo de lo peor de dos mundos, condensando esta relación entre tablas y enlatado en una serie de escenarios y situaciones vagamente conectados entre sí. Polanía y Posada, perteneciendo a un nicho muy específico de la televisión colombiana, llevan sus papeles a través del gag rápido y exagerado, sin que haya lugar a la ironía o el reflejo de una sobreactuación aparente (algo apropiado para el show en el que desarrollaron sus carreras). Esto es reforzado con acentos ‘graciosos’, al parecer el plato fuerte de esta oferta, ya que todos los participantes de esta producción, desde Ricardo Quevedo, la estampa stand-up, hasta el insufrible Alejandro Gutiérrez, a quien le dedican un segmento completo de entonaciones y variaciones del español; Francisco Bolívar merece una mención aparte, dado su esfuerzo con el acento mexicano, pésimamente escrito y caído en credibilidad al final de la película. Que eventualmente los actores olviden qué es lo que están impersonando recae más sobre el director y la elegante estructura del guión[4] que en cualquier otra cosa.

Y es en este guión donde encuentro otro cargamento de problemas, porque es en este recorrido facilista y simplón en el que se pierden numerosas oportunidades para crear identidad y personajes, y a su vez se cae en el ‘chistecito’, ese momento en el que los asalariados llegan al día siguiente a su trabajo a contar tal vez una o dos cosas que vieron en cine, todo carente de contexto y digno de ser olvidado otro par de días después.

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Hay algo muy particular que colabora con esta sensación de olvido y desidia frente a la película, siendo que los personajes son altamente olvidables e irrelevantes. Más que todo son disfraces que usan los comediantes para entregar sus líneas o, mejor dicho, sus chistes. Lo más parecido a un personaje es Pachuco, un pandillero asmático con aspiraciones de ser bailarín de tap. Infortunadamente, la credibilidad se cae con la pobreza del arte y los escenarios. A pesar de que los exteriores son en San Francisco, el resto de la película (por motivos de presupuesto, comprensiblemente) se sitúa en simulacros de espacio, algo que parece una bodega pero no lo es, o un potrero que bien podría estar al lado de una interestatal de California o en la vía La Caro – Chía. Esto nos lleva a sentir que estamos frente a un sainete muy barato. El príncipe Jari Jabe, una extraña caricatura del medio oriente, no tiene absolutamente nada que lo redima o que haga de su búsqueda algo significativo, y su insignia personal apesta.

Frente a todas estas quejas, nos queda preguntarnos ¿Cuál es el papel de Ayllón? Se sabe que esta producción fue amparada por el Fondo de Desarrollo Cinematográfico, y el guión es tan específico que no sería sorpresivo pensar que fue escrito en conjunto. Se nos Armó la Gorda es la cuarta obra de Ayllón, después de inaugurarse con Por Qué Dejaron a Nacho? (2012) y continuar con Secretos (2013) y Nos Vamos Pal Mundial (2014). Queda un extraño sabor de boca al pensar que este producto muy redituable y de escasa factura sea el siguiente paso de una filmografía continua y ocasionalmente de género.

En este apartado de la escritura está uno de los momentos más divisivos y chocantes de toda la película: Nelson Polanía y el personaje de Ricardo Quevedo (cuyo nombre no podría importarme menos) llegan a la recreación de un callejón mientras se hacen pasar por médicos de raza negra. La frialdad del blackface que portan ambos comediantes, fuera de contexto en el tráiler de la película, enfría el espinazo e insulta la integridad del espectador. Es cierto que esta práctica de maquillaje ya no tiene las mismas connotaciones racistas de mediados del siglo XX, pero su uso se puede percibir como insensible ante una audiencia norteamericana, especialmente afrodescendiente. No obstante, tenemos que recordar que la película está dirigida a un colombiano promedio, y cabe la posibilidad de que sea más bien una alusión al Carnaval de Negros y Blancos de Pasto, a juzgar por la imitación de acento pastuso que hace Quevedo en este segmento. En un intercambio con un pandillero originario de Buenaventura, queda la leve impresión de que hay una intención de añadir capas o niveles de lectura a una película otrora carente de contenido.

Infortunadamente, todo lo anterior se cae al suelo al culminar la secuencia de “la pandilla negra”, en un lamentable y escatológico gag de orina. Situaciones semejantes se repiten en otros segmentos, como la ridiculización de la homosexualidad, que se trae a colación como un chiste rápido y no como una faceta del “personaje” de Ricardo Quevedo. Me parece lamentable, porque con Secretos, Fernando Ayllón parecía que iba a tomar un camino tortuoso pero necesario con el cine de género. ¿Es este el inicio de la carrera de un journeyman colombiano? ¿O se verá tentado este director/guionista a tomar el atajo de este humor simplón, televisivo e irresponsable del que tanto nos quejamos, pero seguimos pagando con nuestros bolsillos y genera una ilusión de industria?

Está bien: voy a hacer de cuenta que Por Qué Dejaron a Nacho, Si era tan Bueno el Muchacho nunca existió.

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¡Hey, qué bien!: A menos de que sea un drama intimista británico, hay pocas ocasiones en las que podemos ver personajes comiendo. El blooper reel ofrece una ventana a la producción.

Emhhh: La mayor parte de la película.

Qué parche tan asqueroso: Señores Manuel Monsalve (Montaje) y Juan Carlos Enciso (Fotografía), siéntense un momento a reflexionar sobre lo que hicieron el año pasado, y piensen si es correcto con el cargo que estaban ejerciendo. Gracias.

Estimados lectores, no pierdan su dinero con esto, van a olvidar esta película a los dos días. Con la intención de preservar ciertas tradiciones, traigo a colación nuevamente un drinking game[5] para cuando pirateen la película y quieran vivir un agradable rato de amnesia. Elija una de las siguientes opciones y tómese un trago cuando:

  • Presenten a un personaje en cuadro congelado y motion graphics.
  • Haya un chiste de flatulencia de la Gorda Fabiola.
  • Alguien imite un acento (no recomendado para hígados débiles)
  • Alguien proyecte 3 o más sombras en una pared.
  • Haya un jump-cut.
  • Corten a un plano del Golden Gate.

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[1] Go-to guy de la juventud, como lo recordaremos en Silencio en el Paraíso (2011), y colaborador reciente de Ayllón en Secretos (2014)

[2] En este momento notificamos cuán memorable es La Gente de la Universal (1991).

[3] Comediante cuyo prontuario cinematográfico merece sus propios artículos, sin mencionar el talk show nocturno que transmiten por televisión paga.

[4] Es necesario apuntar que hay al menos una secuencia que fue filmada exclusivamente para material promocional, y no pertenece a la película en sí, rompiendo cierta “regla invisible” de usar siempre pietaje existente con el fin de vender el producto. La secuencia adicional explica el por qué de lo que vamos a ver, en adición a que los diálogos existentes en el producto final lo reiteran sin cesar.

[5] Esta notable práctica surgió con la muy mediocre Crimen con Vista al Mar (2013) y no con cierta película de Juan Camilo Pinzón que no quiero mencionar en este artículo, como muchos podrán pensar.

Gerardo Herrero: Crimen con Vista al Mar (2013)

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Lo intenté de muy buena fe, después de todo quise ver una película colombiana sin ningún prejuicio construido. No funcionó. Y eso es lo que pasa cuando uno no tiene una idea sobre lo que puede esperar de ciertos equipos de trabajadores audiovisuales, en especial si Jorge Enrique Abello es parte del reparto, porque de ahí para abajo las cosas se pueden poner bien lodosas.

Hay que dejar ciertas cosas en claro, porque al ponerme esta corbata que me confiere la abogacía del Diablo -y otros estudios invisibles de la jurisprudencia de los insultos- debo admitir las certezas al inicio. Como lo dije, no tenía idea de qué trataba esta película o quiénes eran sus responsables, más allá de que en ella sucedería un «crimen con vista al mar», algo muy simple y concreto, tal vez una muerte o un robo en una playa, la generalidad es permisiva y amable como una abuela excéntrica que morirá antes de que seamos lo suficientemente viejos como para rechazar deliberadamente sus platos. Lo otro que me dice el título y el póster, con esa fuente toda en mayúsculas, es que NO voy a ver una comedia donde se explota la chabacanería de los estereotipos locales y se apela a una identificación facilista que supla el trabajo de una construcción de personajes; no señores, se trataría de un trabajo de género, y eso es algo a lo que le apostamos acá. Hora de proseguir.

A solo una semana de estreno las salas ya están vacías y es posible conjeturar que la promoción del voz a voz no ha surtido mucho efecto. El lugar que ocupamos los que anoche vimos el Crimen en Cinemark podía haber sido cualquiera en la sala, y de los 10 presentes estoy seguro que sólo yo tenía la completa voluntad de entrar ahí, sin pensar en que las otras funciones ya hubiesen empezado o se hallaran llenas. Y puedo (intentar) entender la confusión que le vendría a esas personas, porque la idea de ir a cine es ser entretenido tras pagar una boleta, sin importar su precio, y que esas expectativas sean maleadas hasta que al final uno se pueda considerar satisfecho, y es algo que no logra en ningún momento Gerardo Herrero, ni siquiera desde la concepción del guión a cargo de Nicolás Saad. La película no es mediocre, es realmente odiosa y frustrante, lastima por la cantidad de nudos que crea en la garganta y las extremidades, se amarra ella sola también (no dejando a nadie presente libre para que desenmarañe el asunto) y al final… Dios, el final. Hablemos primero del principio, y permítanse el enredo que viene a continuación porque desenmadejar esto va a ser bien complicado. Suena como un juicio crudo, pero quiero que seamos honestos, no planeo robar a nadie para quedarme durante días con el peso del crimen.

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En un aspecto puramente técnico, el flashforward inicial es un recurso muy volátil con gran peso en el  drama, permite engancharse a ciertos personajes y empezar a preguntarse por qué sucederán ciertos eventos en el curso de la historia. Funciona en Breaking Bad, ¿Cómo no puede darle el pasabordo al público? No me iría de cabeza criticando la cantidad de información que se ofrece en las primeras escenas, posiblemente porque mi retentiva no es tan buena como la de otros espectadores, pero fue abrumador el llegar a pensar que alguien esperaba que recordara todo lo que había sucedido y de lo que hablaron en esas escenas clave, en la que se evidencia una entropía nada intencional. La primera secuencia vuelve a suceder después, a mitad de película, y ofrece exactamente la misma cantidad de información, ni más, ni menos, con el único beneficio de que ya conocemos en un mínimo a los personajes involucrados.

¿Quiénes son? Dos puntos y respire profundo. Enrique Zabaleta (El mencionado Jorge Enrique Abello) es un amanerado e inexpresivo administrador/dueño de hotel de Cartagena en el que trabajan sujetos oriundos de partes indeterminadas de Colombia, entre los que se destacan el botones costeño/cachaco Juan (Juan Pablo Barragán), el Recepcionista Tartamudo boyacense (Carlos Camacho) y la Mucama caleña (María del Mar Quintero). A su hotel llega de repente José Cabrales (Carmelo Gómez), un lunático émulo español de Hercules Poirot que debe resolver un caso concerniente a la desaparición de Maité (Silma Gómez), coterránea suya en plan indeterminado de turismo sexual quien venía en compañía de su prima (Úrsula Corberó), siendo la desaparición un suceso desencadenado por haber conocido a Román Pedraza (Luis Fernando Hoyos), un ex-convicto semi-valluno que llega al hotel para resolver una deuda/tensión de pareja con Enrique. Todo esto lo sabe Mercedes Miranda (Katherine Vélez), una mujer que posiblemente está escribiendo una sátira insufrible a partir de lo que acontece en el hotel.

¿Tuvieron problemas para leer ese último párrafo? Así son los primeros 20 minutos de Crimen, dilatados en el tiempo pero en condiciones semejantes de constricción. He excluido la aparición de Diego Giraldo (Carlos Torres) como una suerte de fisicoculturista bogotano y su novia madura y botulínica, Celia (Ana Bolena Meza) que por alguna razón inexplicable admira a Mercedes y le plantea conversación sin mayor éxito, destacable también por su increíble acento neutro. Mucho más tarde nos presentan a conveniencia al Barman (Julián Díaz, a quien recordarán de El Arriero), quien juega un papel casi relevante durante parte de la investigación de Cabrales y después no se vuelve a saber de él. En este arrume de personajes las buenas intenciones del guión empiezan a caerse por sí solas, y el suspenso desfallece en su encanto debido a que estos móviles son tan abundantes y maníacos que no llegan a atraer. Ni siquiera estando desnudos.

"A nosotras, que nos gusta la lectura..."
«A nosotras, que nos gusta la lectura…»

Ana Bolena Meza, en una entrevista que toca tangencialmente la película, tiene para ofrecernos lo siguiente, que infortunadamente no llega a cumplirse en todos sus términos.

(…) es una película de suspenso con tintes de conflicto y algo de humor. Es sutil, muy inteligente. Se aleja de la temática de la guerrilla y el paramilitarismo. No es de grandes efectos como las películas gringas, ni es la comedia típica colombiana. Como público hay que estar muy atento a los detalles desde el inicio.

Con el problema que esa sutileza y atención a los detalles es simulada, no menos incómoda que la confabulación de los amigos del colegio que juegan fútbol deliberadamente mal para hacerlo quedar a uno como una estrella*. Bravo, felitaciones por ser una comedia, se puede triunfar en otros medios y eso es loable y sano para la naciente industria, pero, dentro de las reglas de la película, no es posible tener esa atención al detalle porque muchas de las cosas importantes suceden fuera de cuadro, quedando relegadas al conocimiento exclusivo de los personajes, y éstos las dan a conocer más tarde en aburridos bloques de exposición. No hay ninguna apuesta de peligro o satisfacción al saber la resolución del crimen, más allá de que cierren el hotel y le den fin a ese asunto (y de paso a la película), pero la verdad se torna más incómoda y prolongada.

Siento que debo insistir en la importancia de los personajes, que estos valgan de algo y tengan sistemas de valores creíbles. No culpo a Enrique, es un ojete completo y su misión puede ser esa de principio a fin, pero todos los demás pertenecen a un universo amoral y cínico que no es negativo en sí mismo, pero está manejado con un entusiasmo tan bajo que su agencia no parece algo que vaya más allá de seguir las necesidades del guión. Guión que Cabrera (el personaje, quede claro) conoce a la perfección y emplea este conocimiento para elaborar conjeturas muy puntuales a partir de una investigación muy vaga; y todo con este mismo guión omnisciente que al final se descalabra y cierra la acción de una manera inverosímil, con el McGuffin de Cabrera hundiéndose en las profundidades del absurdo. Honestamente Dustnation, una amiga y yo esperábamos que al final todo fuera parte de una ficción irresoluble escrita por Mercedes, y que ella se viera obligada a preguntarle a sus personajes (o mejor aún, a la audiencia, al más puro estilo Spice World) cómo llevarla a término.

Escuchar los diálogos es otro trozo de la experiencia fallida. Escuchar, en un sentido sensible que apuesto a que las personas de otras nacionalidades podrían identificar sus fallos, viendo cómo los personajes cambian su acento sin anuncio previo y se dirigen entre ellos con una distancia permanente de recién conocidos, siendo demasiado bruscas las pinceladas que los definen como individuos. Que todos pasen la mayoría de la película hablando no arregla el asunto, y más cuando están esas cosas que uno tiene que escuchar para saber a dónde va todo. Es una película mala, pero le abono la sinceridad y lo bienintencionada, y que no sea mala y además pretenciosa. Eso sí es hundirse en lo profundo.

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¡Hey, qué bien!: La música es decente y cumple con su cometido.

Emhhh: El sexo es gratuito y demasiado largo, hasta el punto de bloquear erecciones futuras.

Qué parche tan asqueroso: Muchos, destaco lo anticlimático y eficaz en las muertes. ¿Es acaso un comentario acerca de lo fútil y pasajera que es la vida?

Esa mierda no me la esperaba: Carmelo Gómez cruzando una piscina como un completo psicópata, ese fue un momento genuinamente divertido.

No es una película para ver en cines. Esperen a que salga en DVD, la compran y hacen drinking games con sus amigos, para reemplazar el treeman y demás porquerías. Elija una de las siguientes opciones y tómese un trago cuando:

– Cabrera le pida a alguien sus huellas en el iPad.

– Juan hable como costeño.

– Mercedes aparezca escribiendo algo.

– Enrique se comporte como un imbécil sin provocación.

– Haya tensión sexual entre Enrique y Román.

– Enrique aparezca contando billetes.

– Hayan transcurrido 10 segundos de personas teniendo sexo desentendido.

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*Me pasó una vez, porque yo era muy tronco y ya hasta la defensa había anotado tantos. También es el motivo de un comercial colombiano de alguna golosina, pero no recuerdo bien cuál era. En fin, no importa.

Alejandro Landes: Porfirio (2011)

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Estimados lectores de Filmigrana, lo que estoy a punto de decir es de Perogrullo, pero nunca es una buena señal escuchar comentarios similares a “esta película es una basura” de la mano de personas que acaban de salir de la función anterior a lo que uno está a punto de ver. Si empiezo este artículo con esa pequeña advertencia, se puede considerar una insolencia tanto como una amistosa prevención.

Fui al Cinecolombia de la Calle 100, con una cartelera escasa y unas salas más bien modestas, pero con unos precios bastante amables, añadiendo que es de las pocas taquillas que no tienen ese molesto e impersonal vidrio blindado que recuerda a un Visiting Room de prisión. Algo me decía que la experiencia de visionado de la película iba a ser mermada de alguna manera, e intenté culpar en primer lugar al proyeccionista que no parecía muy hábil en su trabajo, pero para sorpresa mía, el mismo filme se encargó de estropearse a sí mismo.

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Entre otras cosas, la magia de los lentes gran-angulares.

¿De qué padece Porfirio, la película, la cual es enferma y realmente problemática si se le compara con el personaje en la que está basada? Antes de extenderme en fallas técnicas y creativas, debo advertir que fue un movimiento potencialmente grato que alguien se haya tomado la molestia de sacar de la obscuridad a un individuo tan complejo y con una historia tan enrevesada como es la de Porfirio Ramírez, el protagonista natural de este relato. Como tal, al tratarse de un adulto con discapacidad en una pugna constante (e invisible) con el gobierno tras haber recibido un disparo en la columna de parte de un policía, puede considerarse como un material sumamente rico para trabajar; pero Landes patea la lonchera con muchísima fuerza, enviándola a la mierda y dejando todas sus ideas desperdigadas, sin mayor orden ni concierto.

La película empieza sin concesiones y a un ritmo que, en principio, se puede considerar favorable. Porfirio, en un encuadre completamente centrado y ligeramente desafiante, se halla comiendo lo que parece ser una ‘changua’* en un plano bastante largo y “contemplativo”, se se me permite decirlo de manera algo viciada e inexacta. Enseguida la acción se mueve a su patio, donde su hijo Lissin (Jarlinsson Ramírez) lo asea de manera meticulosa. En este plano, más prolongado que el anterior, Porfirio defeca en cuadro, lo que nos lleva a pensar (si es que hasta ahora no hemos hecho esa resolución) que estamos ante un personaje real. Es bien sabido que, dentro de las fórmulas de la ficción cinematográfica, no se contempla el que un personaje tenga un momento para alimentarse o para la deposición, salvo que se trate de una acción fundamental para el avance del argumento, porque ‘hay que cuidar esos minutos de metraje’, dicen por ahí.

Al enfrentarnos a esto, Landes cimenta de manera apropiada lo tangible que hay del personaje principal y su manera de relacionarse con sus semejantes. Mas sólo se contenta con situar esas planchas de concreto y unas cuantas vigas, el resto de su labor “sincera” se pierde a continuación, en una mezcla de mala actuación, pésimos diálogos y una fotografía que entorpece más de lo que ayuda. Claro, que hay elementos conceptuales que refuerzan la idea del impairment de Porfirio, como lo es la altura de la cámara a un metro (cortando subsecuentemente las cabezas de casi todo el reparto en los planos compartidos con el protagonista), los encuadres inusuales que refuerzan su estado de soledad e incomprensión, y las secuencias dispuestas para aprovechar la recursividad motriz de este hombre calvo, gordo y bigotón. Pero esto es escaso y mal hallado frente a todo lo erróneo que ya mencioné, y que en instantes intentaré apuntalar.

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"La cagada, hermano."

Uno de los más grandes problemas es el trabajo de dirección, y a pesar de que ya mencioné que se trataba de un reto loable el asumido por Landes con sus actores naturales, el hecho de que falle se ve aún más estrepitoso que si se tratara de regulares de la televisión, el cine o el teatro. No son muchos los figurantes que interactúan con Porfirio, pero a menudo aparecen soltando unas líneas que en sus vidas jamás habrían dicho, no sólo utilizando un lenguaje libre de modismos, sino que es plano y horriblemente explicativo. A lo largo de la película la mayoría de los puntos de inflexión de la trama se plantean con diálogos que los esquematizan, como el asunto de las granadas. ¿Por qué y para qué las compra? No abogo por dar todo digerido al espectador, pero si no hay pistas discernibles que permitan comprender ese tipo de comportamientos para alguien que no viva en nuestro país y situación (como si eso aclarara las cosas), entonces no es mucho más condimento el que se le puede añadir a ese sancocho de sub-tramas e hilos perdidos. Las mismas líneas de Porfirio, su esposa Jasbleidy (Yor Jasbleidy Santos) y Lissin adolecen de esto.

Por querer salir de la tradición, Landes hace unas aturdidoras omisiones e incluye uno que otro plano que no ofrecen la atmósfera y la información que se esperaría de ellos. Por ejemplo, pareciera que lo que hace Lissin en su día a día está deliberadamente envuelto en el misterio, ya que desde el principio lo vemos durmiendo hasta tarde y con una apatía general para involucrarse con las actividades de su padre, principalmente una que le permita ganar un salario. En un punto lo vemos salir, sin mayores explicaciones, con un grupo de hombres en motocicleta, ¿Para dónde va, por qué aparecen sólo hasta ahora y qué hace que nunca los volvamos a ver? Ergo, ¿Era necesario mostrar que existían, o es una suerte de sugerencia para que el público lo medite durante un largo rato? Situaciones como esta hay más de una, en las que al final nos figura conformarnos con lo poco que nos ofrece este largometraje de 101 minutos.

No todo es oprobio y desgaste en este malhadado biopic, quepa decirlo. Como ya lo mencioné, los planos que hacen provecho de la condición particular de Porfirio resultan dicientes, y entre ellos hay unos en especial que marcan con mayor fuerza su relación con el entorno: me refiero a la secuencia en la que lo vemos por fuera de casa por primera vez, y tras un buen número de cámaras estáticas, somos testigos de unos cuantos trackings técnicamente muy bien hechos, que se desplazan con suavidad mientras conservan en el encuadre al hombre de la silla de ruedas. Éste, en compañía de su confiable perro Luigi, llega a la oficina de Demandas al Gobierno, la cual se halla al final de un rango de escaleras que resultan infranqueables desde la perspectiva de Porfirio, por lo que se ve forzado a lanzarle piedras a las ventanas del sitio. Son unos 8 ó 9 planos en total dentro de esa secuencia, pero su duración es adecuada y la cantidad de información que factualmente aportan es mucho mayor que la de otras secuencias, más largas y cargadas con un nivel de simbolismo más o menos similar.

De la fotografía también podría hablar un largo rato, tomando en cuenta que uno de los mayores amparos de la película es su empleo de luz natural, el claroscuro y las ya mencionadas composiciones. Mención especial para los trackings que no se desarrollan en ningún lugar aparentemente diegético, 2 en total, que parecen hacer las veces de ‘separadores de hoja’ del relato, uno de ellos con sus místicos murciélagos y una corta travesía a la oscuridad que precede lo que asumo que es la tercera y última parte de la película. Uno de nuestros lectores mencionó que “[h]ay mucho cabo suelto por ahí mal atado con dos conchitos de fotografía. Pero por ser «diferente» vale la pena […]”** y encuentro su opinión coherente y válida, si vemos como esos trackings están ahí dispuestos más como una opinión artística en sí misma del director, que como un apoyo necesario a la narrativa. Positivos son, sin embargo, los desnudos y las bienvenidas escenas de sexo, una vez más presentando a los personajes como seres reales con necesidades, en lugar de hacerlos ver como una vitrina que satisfaga personalmente al espectador, algo que podría venir siendo un tema de discusión a futuro***

El particular ritmo de montaje hace difícil discernir el acto o el momento dramático en el que se encuentra la película, pero antes de lo imaginado ella se precipita al final, intentando amarrar con un nudo de tamal muchas de las cosas que dejó sobre el tazón, pero que al final se ve como un intento desesperado de darle un buen término al material iniciado en algún punto de Florencia, Caquetá. Tras un vuelo turbulento, esta película en últimas es aeropirateada por su desconfianza en sí misma (qué analogía tan horrible e inapropiada) y recurre a una versión extrema de narración en off, en partes iguales flashback, pobreza narrativa y mal gusto.

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Un viaje en picada, en toda una variedad de sentidos.

¿Existirán más películas como Porfirio en el futuro? Puede que sí, dada la creación de Franja Nomo, la productora nacida del esfuerzo entre Alejandro Landes y Francisco Aljure, el productor. No sobra decir que la cantidad de galardones que obtuvo Porfirio la convierte en una suerte de modelo a seguir por los realizadores independientes que entre sus miras se halle el ‘arte por encima del negocio’, y siempre y cuando no tengan esa cantidad de agujeros en sus guiones o se excedan en pretensiones de carácter simbólico, me parece que todo eso es bienvenido. La experimentación, después de todo, debería poderse conseguir tras una sana producción en masa.

¡Hey, qué bien!: Porfirio, al menos físicamente hablando, está lejos de los artificios. Además, el sitio oficial de la película es bien simpático e informativo.

Emhhh: No quisiera poner a Víctor Gaviria como baremo, pero los actores naturales dejan muchísimo que desear.

Qué parche tan asqueroso: El final es tan terrible como hilarante.

Vayan, sí y solo si tienen estómago para los tropes y convenciones del cine independiente.

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*Caldo a base de leche y huevos.
**@YoFugitivo, vía Twitter.
***Para ver una instancia de la sexualidad como un mecanismo de servicio audiovisual al cliente, un término que alegremente me acabo de inventar, no hace falta más sino echarle un vistazo a El Escritor de Telenovelas (2011) de Felipe Dothée, cuyo artículo acabé de enlazar.

Errol Morris: Tabloid (2010)

Tabloid, la décima película de Errol Morris, tiene un rango temático amplio que abarca desde mormones y escándalos sexuales hasta clonaciones y asaltos a propiedad; sin embargo es una película compacta, de una pieza, cuyos placeres son equiparables con los del cine más puramente escapista y que resulta ser al mismo tiempo intrigante y poderosa.

La película se centra en Joyce McKinney, una ex reina de belleza que protagonizó un popular escándalo mediático en Inglaterra a finales de los años 70 en el cual se le acusó de haber  secuestrado a un joven mormón y de haberlo esclavizado sexualmente. El estudio de este caso toma buena parte de la película, y vemos, además de McKinney, a algunos periodistas que tuvieron relación con el caso mientras exponen sus puntos de vista y sus testimonios. El caso se vuelve popular en poco tiempo, McKinney niega ser culpable de esas acusaciones y defiende su posición como la de una simple mujer enamorada tratando de rescatar al hombre que ama de un culto que los ha separado; no obstante, admite que tuvieron sexo pero niega haberlo obligado. El hombre en cuestión no da entrevistas (y tampoco da su testimonio en el documental) y trata de mantenerse alejado del foco de atención, que en cualquier caso es la fascinante mujer. Al cabo de un tiempo, la noticia deja de ser el caso mismo, los periódicos sensacionalistas comienzan a indagar sobre el pasado de la ex-reina de belleza y varias cosas se descubren, o según ella, se inventan.

Las contradicciones entre los testimonios abundan, y sin embargo, la película no trata de buscar la versión “correcta” de los hechos, o si lo hace, no lo hace diciéndonos cuál es esa versión. Su fuerza no reside en las conclusiones a las que llega ni en las verdades que revela, sino en lo opuesto: Tabloid se dedica a escuchar y mostrar lo que sus personajes dicen, si las versiones contrastan no es su problema, Joyce McKinney es la protagonista, pero no por eso es quien dice la verdad.

Errol Morris ha explorado este tema de diversas maneras a lo largo de su obra, varios de sus personajes han sido noticia en algún momento y su imagen ha sido distorsionada de alguna manera por los medios de comunicación. Su interés se ha centrado en exponer estos casos y cuestionar la “verdad” construida sobre ellos por algún ente externo que varía según el proyecto, pueden ser los noticieros, la historia, el sistema de justicia estadounidense o los mismos protagonistas en sus documentales: en Tabloid, aunque el asunto de los periódicos amarillistas aparece y es importante, el foco no está puesto en estos, ni en la representación que crearon de McKinney en la mentalidad popular, ni en la explotación de su imagen (todos estos aspectos son tratados dentro de la película), sino en McKinney misma, inclusive alejándose del caso y siguiéndole a ella en su vida después del escándalo.

Joyce McKinney posee una personalidad arrolladora, siempre segura, fluida y cálida. Durante la película varios de los entrevistados afirman haber estado atraídos a la ex-reina de belleza, y por momentos se puede ver como algunas veces la relación con ella rayaba casi en la obsesión para varios hombres. Sin embargo, al detenerse un poco en la personalidad de la mujer, se presentan algunos problemas sobre cómo se le puede percibir; desde joven, nos dicen, Joyce estuvo rodeada de cámaras, fue modelo, reina y tomó clases de actuación. Así pues, ella ha sido moldeada por la presencia de las cámaras en su vida, al punto tal de parecer casi un personaje dentro de su propia vida, su presencia es electrizante y ella reboza de energía, da gusto verla y escucharla. Pero aún en sus momentos más conmovedores, y tal vez por la información que ella misma ha dado en las entrevistas, con esa afabilidad con que sazona sus palabras, es difícil, aunque sea verdad, creer todo lo que dice. O tal vez el problema es del público, que, luego de haberla visto como a un personaje, difícilmente la puede ver como una persona (quizás ese es solamente mi problema).

Morris nos muestra los hechos de una manera dinámica, pasa de tema a tema con facilidad, y la película está empapada con elementos propios de la prensa sensacionalista, de vez en cuando acentuando palabras o frases “escandalosas” y mostrando fotos de manera reveladora. Como elemento novedoso en su estilo, Morris trata de presentar lo que sus entrevistados dicen, pero no con dramatizaciones actuadas sino con fragmentos de videos o de otras películas o material audiovisual, estando más cerca a representar visualmente el tono que usan los entrevistados que a presentar los hechos que ellos narran (por momentos hace sentir que estamos percibiendo el mundo tal como ellos lo perciben, un intento de captar la “verdad” más abstracto pero más rotundo también). Como es usual en su obra, esta película es sugestiva y sutil, la música por John Kusiak es un buen acompañamiento para los relatos y los contrastes visuales ofrecidos por Morris son inquietantes y llenos de preguntas sin respuestas fáciles.

Tabloid es, me atrevo a suponer, una película sobre cómo vemos a los demás; no se detiene a cuestionar ni a tomar posiciones en los varios temas que toca, no crítica ni enaltece a los mormones, o a los tabloides, o al proceso de clonación: pero si se detiene a escuchar a la gente, a quienes están detrás de esto, los individuos, y nos reta a verlos como tal.

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Nota Ed.: Este es el fin, hasta el momento, de las Clases Magistrales de Errol Morris. Ha sido un viaje emocionante, detallado y sobrio. Próximamente sabremos en que aguas turbulentas y oscuras se adentrará Demuto para su siguiente aventura.

Andy Baiz: La Cara Oculta (2012)

Antes de empezar… Debo confesar que frecuentemente entro con equipaje a las salas de cine. ¿A que me refiero exactamente? Bueno, cargo conmigo una maleta, y esta se encuentra llena de prejuicios. Nada raro, hay a quienes no les gusta un género, un director o un actor, así que miran con ojos más críticos los resultados finales provenientes de los mismos. ¿Mi caso personal? Mi opinión sobre esta película estaba perfilada hacia lo negativo antes de ver el primer plano, y por esto les pido disculpas con antelación.

Habiendo dicho esto… mi opinión sobre el filme antes y después de verlo fue una completamente distinta, sin necesariamente cambiar en el espectro de lo que considero honestamente destacable cinematográficamente y lo que no. Por ejemplo, mientras divisaba la película ya en su tercera semana en cartelera, un martes a las 9 de la noche en un teatro lleno, me pregunté porque venía con tal predisposición a ver este filme, y no logré responder satisfactoriamente a mi pregunta. ¿Por qué encontraba “La Cara Oculta” desabrida antes de empezar a verla? ¿Eran acaso los estatus de las redes sociales laudando el filme como una obra maestra? ¿O se trataba de la sobreexposición publicitaria a la que había sido sometido en el mes pasado? Ninguna opción propuesta resolvió mi duda con precisión. ¿Era cuestión de los involucrados? No me gusta “Satanás” (la adaptación del director de la novela de Mario Mendoza) pero no la encuentro reprochable (tengo un sentimiento similar con su cortometraje “Payaso Hijueputa”, que al menos tiene un gran título a su favor). Veo con frecuencia preocupante variopintos thrillers y en general disfruto de ellos sin importar su calidad (aunque por motivos distintos). No tengo nada en contra de Martina García a pesar de creer que es una mala actriz. Quizás era la suma de todas estas partes anteriores, quizás no. Pero el filme que creí que iba a ver, basado tan sólo en los posters y algunas reseñas miniatura, era uno bastante distinto del que acabe observando en últimas.

¿Horror paranormal de pareja o dramático thriller sobre escondites nazis? Spoilers adelante.

No al inicio, sin embargo. “La Cara Oculta” comienza con el video de una joven mujer (“Bonita pashmina”, fue lo más positivo que dijo mi pareja durante toda la función) que le está terminando a su novio, vía cámara fotográfica. El novio, Adrián (Quim Gutiérrez), es un joven y dotado director de orquesta español (poco creíble) que trabaja en el Jorge Eliecer Gaitán con la Orquesta Filarmónica de Bogotá (menos creíble; a menos que me equivoque, la sede de la filarmónica es el Leon de Greiff) cuando no está destruyendo su vida intima con métodos varios. Tras ver el video una y otra de vez de forma masoquista, se dirige a un gigantesco bar donde Fabiana (Martina García), una hermosa camarera con tintes de Manic Pixie Dreamgirl, le ve con ojos enamoradizos. A la hora de cerrar el bar, el ebrio Adrián sale tambaleándose del lugar y afuera otro cliente le rompe la nariz con facilidad tras un inofensivo cruce de palabras. La visión de este indefenso extranjero resulta demasiado seductora para Fabiana, que le recoge y le lleva a su apartamento para que pase la noche. Al día siguiente, tras un incomodo encuentro mañanero, Adrián vuelve al bar para agradecerle a la extraña sus buenos modales e invitarle a un trago pequeño, faena que desenlaza en una sesión de sexo en su mansión en las afueras de Bogotá y en el primer desnudo de Martina García (cuyos desnudos, ya que estamos en el tema, constituyen algo cerca al 30% de la película, tanto en duración como en valor).

Un par de estereotipos de policías (destacablemente entretenidos) se presentan pronto en la naciente relación, indicando que hay problemas en el camino, y estos le hacen saber al espectador que Belén, la chica del video inicial, se encuentra desaparecida y se sospecha de Adrián. Fabiana, que tan pronto como puede deja su trabajo y se muda a la mansión, empieza una investigación en una casa que parece estar embrujada (truena y relampaguea, la luz flaquea, el agua vibra y las cañerías suenan) interrumpida sólo por visitas al teatro (donde un aburrido Humberto Dorado hace las veces del jefe de Adrián) y por desnudos desde perspectivas distintas en situaciones distintas (tina, ducha y coito, las más frecuentes). Es aquí donde ocurre el gran twist del filme, que lo aleja de lo que parecen ser sus influencias iniciales (“What Lies Beneath” (2000) de Robert Zemeckis, las primeras películas de Dario Argento) y donde aparece el mejor personaje (lo que no es mucho decir), Belén, interpretada con emotiva destreza por Clara Lago.

Muy a detrimento del producto final y de la estructura narrativa del filme (que encuentro cuestionable pero no espantosa), el tráiler revela por completo que carajos está ocurriendo en la casa de “La Cara Oculta”. El filme nos envía a un innecesariamente largo flashback que nos muestra la vida de Belén y Adrián desde que vivían felizmente en tierras catalanas hasta el presente y de allí en adelante. Tras recibir la oferta de trabajo, la pareja decide mudarse a la capital colombiana, y una vez allí obtienen la casa proverbial de una mujer alemana mayor llamada Emma (Alexandra Stewart, que en su prolífica carrera ha trabajado con François Truffaut, François Ozon y Louis Malle, entre otros) quien les deja encargado también su perro, un animado pastor alemán llamado Hans (actor extraordinario, este perro). Pero el libidinoso Adrián empieza a tontear (sus propias palabras) con una de las violinistas de la orquesta, y tensiona la relación hasta el punto de llevar Belén a revisar su celular en busca de mensajes incriminadores. La solución perfecta a los problemas íntimos es propuesta por Emma, quien en una visita le revela a Belén su secreto: Su marido era un Nazi que vino a refugiarse a Bogotá pasada la guerra, y creó en el centro de la casa un búnker al cual solo se puede entrar y salir con una llave maestra (la actitud de Belén frente a la revelación es sorprendentemente pasiva). Su plan es tan sencillo cómo exagerado: Encerrarse en el lugar y ver la reacción de su novio a través de espejos blindados de doble lado al video que le dejó en la mesa de noche. Su ejecución, sin embargo, es tan torpe como es posible, ya que la apurada Belén deja la llave maestra afuera del cuarto y queda encerrada en esta prisión invisible.

¿Franco? ¿Quién es ese tipo?

Una vez su encierro comienza somos obligados a repetir escena tras escena pero vistas desde el otro lado del espejo, resolviendo así TODAS las dudas que han sido creadas en la primera mitad. El producto final de “La Cara Oculta” está separado claramente en dos mitades, ninguna de las dos totalmente exitosa, y su combinación resulta aún más desafortunada. La primera mitad se inclina más hacia el terror de saltos y sonidos (respaldado por un diseño sonoro efectivo y efectista) y la segunda de mitad funciona como un drama de supervivencia, donde la desesperada Belén debate su atención entre su vida y la vida afuera que es obligada a presenciar. Uno de los grandes problemas del filme, en mi opinión, es la necesidad de mostrar absolutamente todo lo ocurrido. Lo interesante de “La Cara Oculta”, cómo su título lo ilustra, yace en lo desconocido y lo inexplicado y al atar todos los cabos sueltos Baiz y su compañero guionista Hatem Khraiche Ruiz-Zorrilla le quitan el aire y el misterio a un filme que es sobre un misterio en principio (“La Otra Cara” habría sido un título mucho más adecuado).

Los problemas no acaban ahí, y desgraciadamente estos yacen en su mayoría en el aspecto narrativo del filme. La falta de lógica y la suspensión de credibilidad presentan curiosidades omisibles gracias al género al que pertenece la película, pero temas tan importantes cómo el diálogo y el desarrollo de personajes dejan mucho que desear. Los personajes son tan blandos como es posible encontrarlos, a pesar de las buenas intenciones actorales de los involucrados. Cada personaje no tiene una personalidad ni un peso fuera del que les da la situación particular que los atrapa: Adrián está triste porque lo deja su novia y esa es su personalidad; Belén está atrapada, y esa es su personalidad; Fabiana, la peor librada, desea ser rica y por eso su comportamiento es ¿sociopático? ¿Qué carajos pasa con esta persona? Inicialmente parece ser un personaje de comedia romántica con particularidades encantadoras, luego una fácil escaladora social, y acaba siendo una fácil, pero psicopática, escaladora social (que conserva algo de su humanidad). El limitado rango de Martina García solo complejiza esta ilógica mezcolanza. Es gracias a esta carencia de caracterización que tampoco nos identificamos con ninguno de estos personajes y sus acciones nos resultan desde ridículas hasta estúpidas. Al final, cada uno de estos individuos recibe lo que se merece, pero no por construcción del guión, sino por descarte.

¿El nuevo Leonard Bernstein?

Ahora, los valores de producción son bastante buenos y la película nunca resulta desagradable a la vista. Para empezar, hay que destacar el trabajo técnico del filme, empezando por su cinematografía a cargo del catalán Josep M. Civit (cuyo trabajo en “Guerreros” de Daniel Calparsoro es estupendo). Civit y Baiz logran una planimetría que sostiene y crea tensión en los momentos más dramáticos, ayudada por un sólido trabajo de montaje de Roberto Otero, un buen uso de foco y hábil movimiento de cámara. La música compuesta por Federico Jusid e interpretada por la Orquesta Filarmónica de Bogotá es bastante decente, a pesar de rayar ocasionalmente en lo operático y en el trabajo de John Williams.

Saliendo del teatro una nueva incógnita apareció en mi cabeza, y es la siguiente: ¿Me entretuve al ver “La Cara Oculta”? Sí, lo hice. Pero no me cabe duda que este es el tipo de película que se olvida a las pocas horas de haber sido vista. En ocasiones, es mejor quedarse con la memoria, así sea traumática, que con nada. ¿De que estábamos hablando, otra vez?

Siempre tendremos esto. Nadie nos lo puede quitar.

¡Hey, qué bien!: El trabajo de Civit. También, Hans el perro.

Emhhh: Alexandra Stewart pasa la película sin pena ni gloria.

Qué parche tan asqueroso: Los personajes son asquerosos.

Bonus Track: La perspectiva de Belén de la primera vez que Adrián y Fabiana tienen sexo tiene uno de los planos más chistosos (no intencionalmente) de los últimos años.

Sí el 2012 es el año del Apocalipsis, su tiempo estaría mejor gastado en otras cosas. De lo contrario, una boleta a mitad de precio suena justa para el resultado. ¿Mencioné que Martina García sale desnuda?

Felipe Dotheé: El Escritor de Telenovelas (2011)

"De los mismos irrespetuosos encargados de abusar de su buena confianza."

El regreso de la actividad de Filmigrana para el 2012, aunque airoso, tiene la particularidad de iniciar de la mano de esta película. Ya hace un buen tiempo que la ví (diría que una semana o más), y aunque mi reacción ante ella se ha enfríado por diversas circunstancias, puedo decir en estos momentos, con completa tranquilidad, que El Escritor de Telenovelas es realmente la entrada triunfal del cine colombiano a una época dorada de grandes tramas, ostentosos presupuestos e historias conmovedoras que dejarán en el olvido todo lo que hemos visto hasta el momento en la pantalla grande. Sí señores, El Escritor de Telenovelas es tanto una gran revolución como un homenaje, comparable en profundidad y análisis de la sociedad a una película de la talla de El Ángel Exterminador (1962) de Luis Buñuel, aporte de Dago García y su original guión dentro del cual un hombre se vé atrapado en las convulsionadas entrañas de las fantasías más representativas de la sociedad contemporánea. Gracias, Felipe Dotheé, puedo acabar ya mismo este artículo con una gran sonrisa y el corazón en mis manos.

Mmmh… O puede que no sea así, es posible que esté mintiendo, apenas un poco. Salida el 25 de diciembre, al mismo tiempo que Mamá Tómate la Sopa, esta producción del Canal Caracol nos recuerda una vez más los travesaños malditos con los que algunas personas consideran que está techado el cine colombiano, y a pesar de ser unos pocos ejemplares de esta ralea, ciertamente dejan mucho que desear acerca de las personas que tienen las herramientas y posibilidades de realización a su alcance. Es interesante imaginar con qué rostro estas personas han decidido abordar uno de los temas que mejor manejan y le han dado la cantidad suficiente de giros para que los colombianos consideren válido pagar una boleta por algo que podrían ver en casa, por un precio ya pago dentro de la factura de telecomunicaciones. Esos giros, valga decirlo, no es que sean buenos, pero es necesario abordarlos.

Tratándose de una sana costumbre de este espacio, me permitiré hablar primero del director de esta película. Como podrán leerlo a través de su página de perfil en el portal de Proimagenes Colombia, Dotheé ha estudiado y trabajado en áreas pertinentes al diseño y la publicidad dentro del cine, y descontando su trabajo en videoclips o similares esta vendría siendo su primera incursión a la ficción en la pantalla grande. Es una enorme responsabilidad, tal vez no equiparable a su trabajo como sanador bioenergético pero viene siendo un gran peso y, con la ayuda de unos prominentes valores de producción, cruza los portones para abrirse campo en la cinematografía nacional, que espera ser poblada.

Tiene una cierta validez que establezcamos un paralelo entre las películas competidoras de este pasado 2011 y la trayectoria de sus directores, que aunque esta no decida directamente la calidad de un producto ni la excuse (como muy acertadamente apuntó Profano, un fiel lector) sí que puede encauzar las características del trabajo que un director realice, y por eso lo llaman «experiencia» a secas. Gracioso es que Mario Ribero, alguien con un trajín bien conocido en seriados y telenovelas de relativo éxito, haya dirigido la «comedia urbana y rebelde» de la que he hablado con anterioridad, mientras que este sujeto de mediana edad y ascendencia extranjera iniciara su carrera como director a partir del más derivativo y formulaico de los guiones, estando de sobra añadir el escenario de la acción, las mentadas telenovelas.

Por eso, en la adolescente industria audiovisual colombiana donde todo el mundo debe hacer de todo, El Escritor de Telenovelas posee una fuerte semblanza de telenovela aunque en cubierta lo niegue, mostrándose a sí misma como una película que nada tiene que ver con el tema en cuestión y que al final evidencia el engranaje desdentado de este tipo de producciones sin corazón, en las que algunos piñones corren por cuenta propia y se abstienen de mover a los otros. No necesito (y francamente no quiero) ver los ‘Detrás de Cámaras’ para saber que esto es principalmente culpa de Dotheé, a la final él es el director, pero ya en un momento apuntaré puntualmente el por qué.

El argumento es bastante simple y efectivo: Gerardo Olarte (Mijail Mulkay) es libretista de una telenovela para un canal de nombre Corín TV (sí, con lengua en la mejilla) y su más reciente trabajo, que se encuentra actualmente en el aire, es vapuleado en materia de ratings y opinión. Su jefe (Álvaro Bayona) lo tiene al vilo de la cancelación del culebrón y nadie parece creer en él, ni siquiera su propia ama de llaves o su ex-novia (Paula Barreto), que en ocasiones lo engaña con su jefe. De esto último no volvemos a saber nada jamás. La única excepción es una actriz de la misma telenovela con un papel bastante secundario en ella, María (Jo Blanco) que alienta a Gerardo y le recuerda sus éxitos pasados, una lista de nombres sensiblemente patéticos. Tras uno que otro diálogo cuya única función es mover la acción y una petición negada de incluir un personaje nuevo en el programa, Gerardo despierta un día dentro del set de su telenovela, encarnando a ese personaje recién llegado y se empiezan a desenvolver las relaciones entre los personajes escritos y su autor.

Sobre el papel suena como una premisa interesante, independientemente del contexto de las telenovelas, pero ya podemos imaginar que la ejecución deja muchísimo que desear. El elenco de fantasía lo conforman diversos estereotipos más fáciles de hallar en una producción de Televisa de los 90’s que en una telenovela de otra época o latitud, aunque el trabajo de los actores es, cuando menos, bastante rescatable en su credibilidad impersonando personajes de telenovela en tono de farsa. No era para menos. Norma Nivia Giraldo y Juan Pablo Posada en especial logran formar esa empatía necesaria con el espectador para que nos interese lo que está sucediendo dentro de la acción. En ese sentido El Escritor de Telenovelas sabe lo que hace y lo hace mucho mejor que su competencia, aunque no crean que volveré de nuevo a los elogios en broma, esto sólo sucede durante los primeros 40 minutos; la segunda mitad de la película es una guachafita, un desorden vulgar y regionalista carente de proporciones.

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Mmh, Norma Nivia la 'femme fatale'. No le veo problema a eso...

¿Cómo es que esta barcaza de aguas dulces naufraga con tanta rapidez? Ya había mencionado atrás que buena parte de esto sucede debido al trabajo de dirección. No me tomen a mal, pero esta película ha sido construída en su totalidad con la sensibilidad de un diseñador gráfico. Hace poco hablaba con un estudiante de esa carrera de la UJTL que mencionaba lo problemático que era para ellos el adaptarse a las necesidades laborales de su campo, después de haber visto un buen manojo de teorías y conceptos con pesados transfondos, cuando el diseñador sólo necesita fabricar y vender en la vida real. Los historiadores del área ni siquiera se ponen de acuerdo si el diseño nació con la Revolución de Octubre, en la Bauhaus o con las litografías de Tolouse-Lautrec, pero debemos ser francos en que a nadie le importa, en un medio tan competido y ajetreado como es ese.

Tras esta pequeña digresión, sería más estúpido que ofensivo decir que Dotheé no es un buen diseñador. Es más, podemos revisitar su página de perfil y ver que los premios que ha ganado han sido por eso, pero gracias a esa pericia ha llegado donde está, y parado sobre la roca de su primer largometraje lo ha embadurnado todo de barniz, betún y natrón, convirtiéndolo en una momia brillante presta a desmoronarse. Este hombre conoce sus juguetes, dollies y steadycams acompañadas de planos de establecimiento a bordo de un helicóptero, pero ¿Todo eso qué? ¿Acaso le dan alguna utilidad narrativa o siquiera estética al producto? ¿O tan sólo ha envuelto un hueso en metros y metros de listones de papel satín, hasta quedar con la consistencia de una almohada dura y usada?

Muy pocas cosas tienen el extraño privilegio de traerme a la memoria Sky High (2005), tal vez el hecho de que la bellísima Mary Elizabeth Winstead y Kurt Russell tienen papeles casi protagónicos en ella; pero involuntariamente una película sobre telenovelas, el medio narrativo con las posiciones de cámara más estáticas y prediseñadas en el que puedo pensar actualmente, atina en poseer esos encuadres inclinados y los movimientos salvajes que sólo una comedia bufa sobre súperheroes puede tener. Todas las conversaciones son un plano-contraplano, y aún así, en El Escritor de Telenovelas todo tiene que girar cuando dos personas hablan, incluso tratándose de los temas más triviales e inofensivos para el argumento. No ayudan mucho el claróscuro y los flashbacks ralentizados, confiriéndole un tono y un ritmo a la película que no subvierten en nada el género, sólo mezclan cosas muy distintas y dejan un encolado seco y chambón al fondo del recipiente. ¿En cuanto al apartado sonoro? Todo, absolutamente todo tiene música incidental de stock, ya sea por un homenaje o exageración del medio en el que se basa esta farsa, o bien porque todavía quedaba mucho formol para embalsamar esta película.

Todo lo anterior sería medianamente aceptable si, reiterando, esto no fuera un clásico decembrino. Si algo nos ha enseñado Dago García a lo largo de su obra es que, entre las tres o cuatro plantillas que ha empleado para escribirla, hay una que favorece entre las demás y le confiere atención especial. Me refiero al ensamble disparatado, o como lo querré llamar desde ahora, «El combo se despapaya«. ¿A qué me refiero con esos términos? Como ya lo saben, Gerardo Olarte empieza a hacer parte de un meta-universo del que es responsable, no en un sentido de ciencia ficción sino más en un sentido absurdo, y de ahí parte la cruz de la película.

Dado el interés que le guardo al tema de los universos paralelos y contenidos, le puse atención a lo que sucedía en pantalla e intentaba ver hacia dónde iba el argumento, hasta que sucedió lo inevitable: el personaje que interpreta Juan Pablo Posada enloquece y chantajea a su creador, en calidad del estereotipo antagonista matón, por lo que técnicamente termina «secuestrándolo» y libera del yugo opresivo a sus compañeros de ficción. Eso es lo que dicen que sucede en la historia, pero en realidad vemos escenas perdidas de In Fraganti (2009) en las que los personajes se desinhiben hasta el punto de perder todo compás moral y de coherencia consigo mismos, haciendo apuntes y comentarios dirigidos a la media de la población colombiana, vista a través de los ojos del responsable del guión. Sobra decir que todo se va al carajo desde ahí, y la opereta vuelve a sus hilos tradicionales.

"Bueno, ¿Quién de ustedes quiere empezar a tratar con vaguedad los lugares comunes de nuestros espectadores"?

Hasta ahora todo suena como si le hubiese tenido expectativas a esta película, aún conociendo su transfondo y sabiendo qué personas estuvieron implicadas en ella. He querido ser un poco más decente en esta ocasión, aunque no niego que entre y salí de esa sala sin nada en mis manos, con el alma esperando por fuera de la sala. El dichoso meta-universo de las telenovelas opera a través de un absurdo muy mal construído que se altera cuando se le da la gana, y claro, no pido reglas de la física tradicional pero que al menos se pueda jugar con esa oportunidad. Aunque no patea la lonchera con tanta prontitud y ahínco como si lo hace la película de Mario Ribero, la experimentación va en el campo de lo estético (de lo que aquella adolesce enormemente) pero el desastre no puede ser detenido. En ambos casos, gracias a subtextos tan irresponsables e hilarantes como «las telenovelas son escritas por y para empleadas de servicio» se ahonda de nuevo en los valores cuestionables que se intentan subvertir o bromear.

Y si hubiese la necesidad de parar hombro a hombro a las dos contendientes decembrinas para medir su valor y grosor, podría decir que esta al menos cumple con el objetivo de entretenimiento masivo y no genera dolores de cabeza, siempre y cuando no se le ponga atención a esas inexplicables cámaras giratorias. Pero eso no dice nada nuevo, tal como esta película no es nada nuevo. Caemos en cuenta de que tenemos el capital técnico y humano para producir largometrajes de calidad, mas esas posibilidades están en manos de muy pocos, y la manera como hacen uso de ellas es con estos productos masivos, sencillos y que hay que desechar inmediatamente después de usar. Al menos el final no es tan asqueroso, y se atañe a unas reglas preestablecidas que llevan mucho tiempo funcionando bien, y para ser alteradas se necesita a alguien que sepa muy bien lo que está haciendo. Por lo pronto sólo nos queda esperar.

¡Hey, qué bien!: Álvaro Bayona se goza su excéntrico papel, en medio de todo es sano ver esa disposición para trabajar.

Emhhh: se supone que es una telenovela, y por decreto hay una escena de sexo soft-core. Es tan blanda como se la pueden imaginar.

Qué parche tan asqueroso: la transformación de los personajes de ficción es sólo una excusa para meter chistes altamente flojos con calzador. «El combo se despapaya» es algo a lo que le deben tener mucha precaución.

No hay de qué temer, seguro ya ni está en cartelera.